martes, 1 de septiembre de 2015

El Arancel Catalan ( y II)

ARANCEL FIGUEROLA DE 1869 

Laureano Figuerola Ballester

Un arancel es un impuesto que se aplica a los productos extranjeros, para proteger a los productos propios del país. Lo que vendríamos en llamar una política proteccionista. Se protegen los productos propios, elevando mediante impuestos los productos que llegan de fuera. La liberalización del comercio exterior ha pasado a ser, junto con la creación de la peseta y la reforma monetaria, el emblema de la gestión del catalán Laureano Figuerola Ballester (1816-1903, ministro de Hacienda en el gobierno del general Serrano). El arancel de 1869 ha pasado a la historia poco menos que como la obra cumbre de Figuerola, para bien en el caso de algunos —de casi todos ahora a comienzos del siglo XXI— o para mal en el caso de otros, sobre todo en el momento en que se realizó la reforma. El propósito era llegar a un tipo fiscal del 15%, pero tras sucesivas rebajas y a través de un proceso que diese tiempo a los agentes económicos a adaptarse a la nueva situación. Considerado en el conjunto de la política económica de Figuerola, el arancel tenía una finalidad doble.

Por una parte, la reducción de la fiscalidad sobre las importaciones, debía servir para ayudar a modernizar la estructura productiva española; así se comenzaba por rebajar los aranceles sobre los bienes de equipo y las materias primas para que eso permitiera que los más eficientes modernizasen sus estructuras productivas y, por consiguiente, fuesen más bajos sus costes de producción y, en definitiva, pudiesen hacerse con el mercado y ser los líderes de la nueva situación, además, en el medio plazo, el arancel liberalizador, o moderadamente librecambista, debía ser un estímulo para la competencia, porque para Figuerola la competencia era un factor esencial para el crecimiento económico. La competencia obliga a que los agentes estén atentos y que modernicen continuadamente su estructura productiva. De modo que a corto plazo el arancel permitía la modernización y, a medio y largo plazo debía permitir, vía el estímulo, que la competencia significara el crecimiento económico.

Por otra parte el arancel servía como elemento para aunar recursos a la Hacienda. Todos los librecambistas del siglo XIX tenían una enorme confianza en que los aranceles bajos, al estimular el comercio, en el fondo eran más rentables para la Hacienda que los aranceles elevados ya que éstos no generaban recaudación, los aranceles bajos, en cambio, la aumentaban. Así podía Figuerola cubrir, por medio del arancel, los recursos que la Hacienda perdiera por otras vías, por ejemplo con la supresión de los impopulares consumos. La vuelta de los liberales al poder se va a reflejar en la aprobación de una nueva Ley de Sociedades Anónimas en 1869, de corte liberal, y del famoso Arancel Figuerola, punto culminante de la política librecambista en España. Con este arancel se suprime la prohibición de importar y se establecen tres grupos arancelarios:

“Extraordinarios”, que significan entre un 30% y un 35% del valor de la mercancía en la frontera. Supone el máximo nivel de protección nominal legal.

“Fiscales”, con un 15% de la mercancía en la frontera.

“De balanza”, establecidos a efectos de control puramente estadístico.

La base quinta de la Ley arancelaria de Figuerola prevé que los derechos arancelarios extraordinarios (los más altos) serían inalterables por seis años, comenzando a reducirse después gradualmente, hasta que en 1881, quedarían reducidos a aranceles fiscales. La base quinta centrará la polémica entre el librecambio y el proteccionismo al provocar una fuerte reacción proteccionista. Estos últimos trataron de evitar que la situación de librecambio se hiciera irreversible. Se crea la Liga Proteccionista Española en 1869 y uno de los defensores de la protección, diez años después de haber entrado en funcionamiento, 

Pedro Bosch y Labrús (1827-1894), diputado catalán, muy proteccionista y destacado conservador, hizo una petición al ministerio para que se aboliese el arancel Figuerola, pero el ministro de turno, también del partido conservador, le contestó que con lo bien que estaban yendo las recaudaciones de Aduanas, a nadie se le podía ocurrir tocar el arancel en esos tiempos de penuria económica (en 1875 había estallado la tercera guerra carlista), sin embargo, aquél llega a afirmar contundentemente: “La base quinta supone la liquidación de la industria nacional”. La realidad fue que en los años 70 y 80 hubo un intenso proceso de crecimiento de las fábricas más importantes y modernas situadas casi todas en Cataluña. Habían desaparecido los tradicionales telares artesanales en el interior de España.

ARANCEL DE CÁNOVAS DEL CASTILLO DE 1892

Cánovas del Castillo

Nos vamos a referir al llamado Arancel Cánovas (1828-1897). Durante las décadas de 1860 y 1870, la industria textil catalana consigue expandirse, no en el resto de España, gracias a las externalidades generadas por la producción algodonera, como una excepción al escaso crecimiento del resto de sus sectores industriales. Sin embargo este crecimiento empieza a tocar techo durante la década de 1880, ya que el mercado interior estaba saturado y los mercados no coloniales podían acceder a productos más competitivos. La presión de los industriales textiles logró la promulgación de la Ley de Relaciones Comerciales con las Antillas en julio de 1882, a fin captar el mercado antillano en su totalidad para las industrias catalanas de bienes de consumo, añadiendo así este nuevo mercado al monopolio peninsular. Mediante esta disposición los puertos de Cuba, Puerto Rico y Filipinas pasaban a ser considerados de cabotaje y obligados por tanto a consumir dichos productos.

Por otra parte, los productos extranjeros ¡eran gravados con un arancel de entre el 40 y el 46%! Éste, sin embargo, sólo mantuvo satisfechos a los grupos de presión de la industria catalana “curiosamente”, hasta la década de 1890, en que se forzó el Arancel Cánovas para impedir las importaciones de textiles de otros países. La Ley de Relaciones Comerciales aseguró el mercado colonial a la industria textil algodonera hasta la derrota de 1898. Así, sus exportaciones se triplicarían entre 1870 y 1880. Por otra parte, los nuevos aranceles frenaron las importaciones de las manufacturas más competitivas del exterior, reduciéndose hasta una tercera parte en el período entre 1891 y 1901. En general, las exportaciones a las colonias crecieron a más del doble entre 1891 y 1898, correspondiendo a Cataluña (¡qué raro!)la mayor participación en ellas. Por otra parte, la desigualdad de las condiciones para el intercambio comercial entre la metrópoli y Cuba, desfavorable a ésta y que impedía el libre intercambio de productos, contribuyó a sublevar a la incipiente burguesía cubana, de modo que “fue un estímulo esencial de la revuelta que acabó con la presencia española en aquellas islas”. Fue una de las causas del comienzo de “la autonomía catalana”.

ARANCEL DE AMÓS SALVADOR DE 1906, EL MÁS PROTECTOR

Amós Salvador

Tras un intento en la Junta de Aranceles para restablecer los derechos diferenciales, fallido, abandonaron dicha Junta. En 1880 escenificaron un nuevo abandono, esta vez la Comisión de Información Arancelaria, que tenía que estudiar la situación de la industria lanera y cuyas conclusiones no les gustaron. Y como las desgracias nunca vienen solas, sobre este nuevo error estratégico proteccionista se cernió de nuevo la desgracia, pues el gobierno Cánovas, en el poder, dejó el sitio al gobierno Sagasta, de corte decididamente liberal. El 7 de julio de 1881, Sagasta, ante las graves diferencias existentes en torno a la reforma del arancel, decide dejar la cuestión en suspenso, pero sin derogarla. El objetivo de los librecambistas era que se aplicase la famosa base quinta de la reforma de 1869, la que establecía el progresivo desarme arancelario de las mercancías españolas.

Ante esta idea, los proteccionistas opusieron una estrategia obstruccionista en la que pretendían colocar en la legislación una provisión que claramente estableciese que ninguna reforma del arancel sería posible sin una amplia consulta a las fuerzas económicas y sociales y la aprobación de las Cortes; sistema que introducía una notable rigidez en la organización económica. Más allá, las organizaciones de productores catalanas respondieron con una movilización sin precedentes cuando se anunció la intención de negociar un acuerdo comercial con Inglaterra. Sólo el 26 de junio de 1881 se celebraron en Barcelona cinco mítines multitudinarios sobre el asunto. Algunas semanas después, en octubre, el gobierno liberal dejaba bien claro en las Cortes que pensaba llevar a cabo las ideas y estrategias que había defendido cuando estaba en la oposición.

Finalmente, el gobierno de Sagasta, a través de Juan Francisco de Camacho Alcorta (1813-1896), su ministro de Hacienda, presentó un proyecto de reforma económica dentro del cual se incluían, como medidas de comercio, el establecimiento de un régimen de cabotaje entre los puertos de la península y los de Cuba, Puerto Rico y Filipinas; y una progresiva reducción de aranceles en consonancia con la base quinta, si bien no se aclaraba el momento. La temperatura de la polémica subió de grado cuando el Consejo de Estado rechazó dicha reforma, por 14 votos contra 13. El empate primero fue deshecho por el presidente de la institución, que curiosamente era un catalán, Víctor Balaguer. Los librecambistas, a través de Camacho, reaccionaron como en el pasado, es decir haciendo uso de la potestad gubernamental de cerrar acuerdos de comercio.

Fruto de ello fue la firma el 6 de febrero de 1882 de un tratado comercial con Francia que fue recibido por la prensa especializada económica con el anuncio de que destruiría la industria catalana y preguntándose si había sido firmado como “venganza de no sabemos qué agravios”. El tratado con Francia fue, desde algunos puntos de vista, un intento de fomentar aquello que España tenía y que era competitivo en el extranjero; el vino. Aquellos proteccionistas decimonónicos sostenían unas ideas que eran muy intuitivas. Pero que el proteccionismo sea intuitivo no quiere decir que sea acertado. El problema que tiene, y que los proteccionistas no sabían ver, es que el proteccionismo deteriora la competitividad, hace a las industrias menos eficientes e imposibilita que puedan ganar mercados. No por casualidad, en aquella economía española que llevaba décadas luchando por un desarme arancelario que no terminaba de llegar (en realidad, no llegaría hasta 1986, con nuestra entrada en la Comunidad Económica Europea), los únicos productos verdaderamente competitivos eran aquéllos que lo eran por sus características esenciales, es decir los agrícolas, y muy notablemente el vino.

El acuerdo con Francia de 1882 marcó unas notables ventajas para el vino español en el mercado francés, a cambio de lo cual España otorgaba a Francia el estatuto de nación favorecida y establecía unos aranceles muy similares, y en casos inferiores, a los establecidos en la primera fase de la base quinta. En abril de 1882, cuando comenzó la discusión del acuerdo en las Cortes, Barcelona tuvo que ponerse bajo autoridad militar, a causa de los graves conflictos que allí se produjeron. El debate fue agrio. Un diputado apeló al ministro de Fomento de Alfonso XII, José Luis Albareda y Sezde (1828 – 1897), invitándole a que “se dé una vuelta por nuestras provincias y, sobre todo, por Cataluña, a la que se conoce en Castilla lo mismo que los franceses conocen a España, por las descripciones de Alejandro Dumas, y de la que hay formada, hasta por serios ministros de Fomento, la idea de que sus fábricas son como las que estamos acostumbrados a ver aquí en Madrid, establecidas en un tercer piso de una casa de vecinos, con tres o cuatro obreros”.

El problema es que junto a estos argumentos, plenos de racionalidad y que están en el fondo del sentimiento catalán de que Cataluña es “diferente”, los diputados de aquella tierra sacaron también a pasear su tradicional tono apocalíptico. El diputado Teodoro Baró, sin ir más lejos, anunció que a causa del acuerdo comercial España iba a hermanarse con “las naciones primitivas, cuyo único medio de vida consiste en el pastoreo”. El tratado fue aprobado por 237 votos contra 59. Y el 6 de julio de 1882, el rey firmaba la ley por la que se restablecía la base quinta. Este paso librecambista se combinó con otra nueva liberalización, en 1883, ya aprobada por el ministro de Hacienda de Alfonso XII, Justo Pelayo de la Cuesta Núñez (1823- 1889), dado que Camacho había tenido que dimitir. En 1884, sin embargo, los liberales abandonan el poder, que vuelve a manos de Cánovas. Éste, personalmente, tenía convicciones proteccionistas muy profundas. Sin embargo, el carácter fuertemente clasista de esta doctrina económica hacía que incluso dentro de su partido conservador hubiese librecambistas; a lo que se unió el hecho de que a finales del siglo XIX se estaba produciendo el momento de mayor hegemonía político-económica de Inglaterra en Europa, y que desde Londres se quería defender a capa y espada el acuerdo comercial vigente. Por ello, en febrero de 1884, ese mismo gobierno conservador de núcleo proteccionista, presentó en las Cortes el proyecto de acuerdo para ratificar el acuerdo comercial con Inglaterra. La consecuencia inmediata fue que los industriales catalanes inundaron Madrid de telegramas, en su habitual tono milenarista, prediciendo, como de costumbre, la llegada de las siete plagas de Egipto sobre Cataluña, si el tratado se aprobaba.

En parte por esta presión, en parte por otros motivos, el acuerdo con Inglaterra se empantanó, y empantanado seguía cuando Alfonso XII murió. Como es bien sabido, Cánovas juzgó, a la muerte del rey, que para afrontar la nueva etapa en condiciones de total estabilidad política lo mejor era resignar el poder y dar paso a un nuevo periodo sagastino. Sagasta volvió a confiar en Camacho para el ministerio de Hacienda, y éste, una vez llegado ahí, activó automáticamente su idea librecambista. Su primera decisión fue solicitar, en 1886, que todos los tratados comerciales vigentes, y que venían en 1887, quedasen prorrogados hasta 1892. No obstante, los proteccionistas hicieron valer su influencia y consiguieron bloquear en parte las intenciones de Camacho (quien, por cierto, poco después tuvo que dimitir de nuevo), pues pararon la aplicación de la segunda fase de la famosa base quinta, que estaba prevista para 1887. Los proteccionistas tuvieron mucha suerte con la escisión del partido conservador. Francisco Romero Robledo (1838 – 1906), afamado canovista, se separó de él para fundar el partido liberal reformista, el cual, a pesar de su nombre, hizo inmediata profesión de proteccionismo. Esto movió a Cánovas a afianzar aún más sus afanes proteccionistas. Como consecuencia de este movimiento, el 3 de diciembre de 1887 se presentó en el Congreso una proposición de ley para derogar la base quinta. La firmaban Antonio Cánovas del Castillo, Francisco Silvela, el conde de Toreno, Raimundo Fernández Villaverde, Francisco Cos Cayón, el vizconde de Campo Grande y Francisco Rodríguez Sampedro, entre otros.

Regresado Cánovas al poder, la iniciativa amagada en su proyecto de ley tomó cuerpo. La Ley de Presupuestos de 1890 establece, en su artículo 38, la habilitación genérica al gobierno para que modifique los aranceles de aduanas “en lo que convenga a los intereses nacionales”. Cabe decir que en esa medida se vio la disposición del relativo cinismo del proteccionismo catalán, el cual, tenía tendencia a ver la paja en el ojo ajeno e ignorar la viga en el propio. Durante todo el siglo, los proteccionistas habían reaccionado “ni comiendo ni dejando comer” cada vez que alguien había intentado, asumiendo en el gobierno competencias para mover los aranceles por su cuenta y riesgo. Habían dicho los proteccionistas, por activa y por pasiva, que los aranceles sólo los podían mover las Cortes. Sin embargo, contra este artículo 38, que sostenía precisamente lo que ellos siempre habían atacado, ni abrieron la boca. Ya plenamente enganchado en el proteccionismo, el gobierno, no sin mediar la oportuna formación de una comisión de estudio, decretó que lo que la economía española necesitaba era la derogación de toda la legislación arancelaria y la denuncia de los tratados comerciales, amén de defender el derecho preferencial de bandera, es decir que el único cabotaje o comercio libre que se pudiera realizar entre la península y sus colonias fuese bajo bandera española. Un decreto con fecha de la Nochebuena de 1890 derogaba la base quinta y elevaba automáticamente los aranceles a la carne, el arroz, el trigo y las harinas, amén de crear una comisión para la elaboración de un nuevo arancel y organizar la denuncia de todos los acuerdos comerciales existentes.

La gente se extraña y se olvida de que cuando ocho años después, España necesitó y no obtuvo de un solo país europeo el más mínimo apoyo en su enfrentamiento con Estados Unidos a cuenta de Cuba. La razón de ello fue que nadie quería pelearse con Estados Unidos. Como también es cierto que porcentajes no menores de la postura de algunas cancillerías se explican, más bien, por el contenido de la norma que acabamos de recordar. Ello a pesar de que, como no podía ser de otra forma, apenas dos años después de esta reforma, España se vio obligada a firmar nuevos acuerdos comerciales con diversas naciones (no sin que ello provocase las airadas protestas proteccionistas de costumbre). Allá por 1903, hasta los proteccionistas admitían que había que reformar el arancel de 1891, pues éste ya no respondía a la realidad de la industria española. Dicho de otra forma: había nuevos sectores, nuevas actividades, que se habían desarrollado y que era necesario proteger, según su punto de vista. La comisión que diseñó el nuevo arancel estaba formada por Pablo de Alzola como presidente, y Francisco Sert i Badia, Juan Sitges, José Prado y Constantino Rodríguez. El trabajo diseñado respondía con bastante fidelidad a las peticiones proteccionistas.

Sin embargo, su puesta en marcha no fue posible por el intenso periodo de inestabilidad institucional en que entró España en esos años. Sin embargo, en 1906 se hizo necesario actuar, pues estaban a punto de vencer los acuerdos comerciales y había que negociar otros. Fomento del Trabajo (organización creada en 1889 participada por el ya comentado Bosch Labrús) realizó una campaña intensa frente a los diputados. Como consecuencia de estas presiones, el 15 de diciembre de 1906 se leyó en las Cortes por Amós Salvador Rodrigáñez (1845 – 1922), ministro de Hacienda y Comercio de Alfonso XIII, el proyecto para la aprobación del arancel diseñado por la comisión. El real decreto definitivo es de 23 de marzo de 1906, y es una excepción en la historia jurídica de aquella época, pues sobrevivió nada menos que hasta 1922. En el primer cuarto del siglo XX, la política arancelaria fue decididamente proteccionista, generando con ello el mito. Mito que fue agria y repetidamente blandido en las Cortes de la República por aquellos diputados de derechas que se oponían al Estatuto de Cataluña. En efecto, la lectura de las actas de aquellas sesiones en las que un político tan poco pro catalanista como Azaña tuvo que desplegar todos sus recursos en defensa de la autonomía plagadas de intervenciones que machacan la idea de que el proteccionismo catalán fue un interés particular que doblegó al resto de España en su interés.

El librecambismo español, pensamiento liberal, carecía de elementos interesados, de agentes económicos beneficiados que lo pudieran proteger. Por el otro lado, es absolutamente cierto que el proteccionismo era un elemento de política económica generado y animado por un interés meramente particular, que existía en áreas del País Vasco, de Castilla y de Andalucía, pero que era fundamentalmente catalán y además “los catalanes apenas se preocuparon de hacerlo verdaderamente español”. 

Los proteccionistas catalanes pronosticaron hecatombes librecambistas que nunca llegaron y, por el camino, pusieron su granito de arena en la construcción de los tres grandes problemas sempiternos económicos de España: carestía, poca productividad e incapacidad de generar los capitales propios que se necesita para financiarse. Es falso adjudicar estos males al proteccionismo, pero no lo es tanto aseverar que este mal de la economía española moderna comenzó con él. Quien no compite, se duerme. Y, desde luego, si algo ha dejado la polémica proteccionista, si un efecto duradero ha generado, ha sido el conflicto Madrid- Barcelona.

Como región industrial puntera de España, Cataluña siempre obtuvo un trato favorable para la comercialización de sus productos en el mercado interior. Desde 1737, se dotó a las hilaturas catalanas de un régimen de monopolio en cuanto al aprovechamiento del mercado español. Este mercado abarcaba toda Hispanoamérica y Filipinas, aparte de las restantes islas del Pacífico ¡Menudo mercado! 

¡Y todo era un mercado exclusivamente para los industriales catalanes! Fue precisamente la pérdida de este mercado ultramarino, de cuyo monopolio textil disfrutaban los tejedores catalanes, lo que produjo la irritación en el empresariado catalán, por la anulación de un enorme porcentaje de su producción que ahora habrían de reducir forzosamente ¿Cómo? apoyando el envío de tropas para intentar retrasar como fuera el independentismo colonial, generalmente por la fuerza, por lo que los catalanes favorecieron el envío de soldados de reemplazo mediante el sistema de “cuotas” (que permitía librarse de servir en el ejército a los que pudieran pagar la “Redención a metálico y sustitución”).

Cada día que se posponía la independencia de uno de esos países era dinero que se ganaba, por lo que a los industriales y capitostes catalanes les suponía un beneficio que no estaban dispuestos a perder, aunque fuese a costa de la sangre de soldados que nada tenían que ver con el asunto. Allí comenzó a alborear el “nacionalismo independentista catalán”. El caso es que, como ha sucedido siempre, se acabó atendiendo a las peticiones catalanas, y se aplicó un Arancel, no menos del 36%, una auténtica salvajada para todas las hilaturas que tratasen de competir en el mercado español que con semejante recargo no podían competir con los productos catalanes por lo que los catalanes volvieron a adueñarse del mercado patrio. Dicho Arancel, implantado a sugerencia de Cambó en 1922, se mantuvo en vigor, ininterrumpidamente, hasta 1960 como ya se ha comentado. En dicha fecha fue abolido para, entre otros efectos benéficos, permitir el crecimiento industrial en el resto de España.

De modo que los polos industriales dejaron de estar reducidos a Vascongadas y Cataluña, y se desarrollaron industrias en lugares como Pontevedra, Asturias, Cádiz, Navarra, Tarragona, Madrid, Santander, etc. Pero debe quedar constancia de que consiguieron lo que pretendían, que no era sino la continuidad de la política comercial desde antes de Fernando VII hasta la reseñada fecha de 1960, con la exigua excepción de los años que discurren entre 1913-1922. Verdad es que a Cataluña, dada la prosperidad de los años siguientes, y el ventajoso cambio de la peseta, le permitían exportar al exterior un volumen no inferior al 46% de su producción. 

El resto lo tenían asegurado en el mercado interior. Con razón, los dorados años sesenta fueron los del “milagro español”, con un crecimiento exponencial del PIB entre un 6 o 7%, cuando Europa crecía a razón de un 4 a un 6%. Gracias al Plan de Estabilización de 1959, se abandonó la práctica emancipada, lo que benefició nuestro desarrollo económico de manera singular. Y fueron las regiones industrializadas como Cataluña y Vascongadas, las más beneficiadas y consideradas los “motores” de nuestro desarrollo. Motores, cierto, pero con la inversión y apoyo del resto de España y de sus Gobiernos de cualquier época, desde Carlos III.

Para que luego digan que España les roba…

http://www.alertadigital.com/2015/08/21/el-arancel-catal

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