jueves, 9 de julio de 2015

¿Quiénes estaban detrás del asesinato de varios Presidentes de los Estados Unidos?

Cuatro presidentes fueron asesinados durante su mandato: Abraham Lincoln (1865), James A. Garfield (1881), William McKinley (1901) y John F. Kennedy (1963). Otros cuatro murieron de causas naturales durante su mandato, aunque en algunos casos en circunstancias bastante sospechosas. William Henry Harrison murió de neumonía en 1841 y Zachary Taylor de una enfermedad gastrointestinal aguda en 1850.

Por otro lado, Warren G. Harding murió de un infarto cardíaco en 1923 y Franklin D. Roosevelt de una hemorragia cerebral en 1945.

 Nueve presidentes han sobrevivido a intentos de asesinato mientras ostentaban el cargo: Andrew Jackson en 1835, Theodore Roosevelt en 1912, después de finalizar su mandato, Franklin Delano Roosevelt en 1945, al final de la Segunda Guerra Mundial, Harry S. Truman en 1950, Richard Nixon en 1974, Gerald Ford en 1975, Jimmy Carter en 1979 y Ronald Reagan en 1981.

Queda claro que con los asesinatos de Kennedy, Lincoln, McKinley, Garfield y el probable asesinato de Harding, así como la expulsión de Nixon del poder, se demuestra lo peligroso que puede resultar para la élite el enemigo interno en el máximo cargo de los Estados Unidos.

Ocurre que un enemigo interno es a la vez real y poderoso. La élite globalizadora necesita que los enemigos sean ficticios, que pueden ser fomentados, como el terrorismo islámico, o bien reales pero muy dependientes, y por lo tanto, poco poderosos económicamente, como la Unión Soviética. Con el enemigo interno, la élite tiene una sola vía de acción, eliminarlo sin piedad y lo antes posible. Abraham Lincoln (1809 – 1865) fue el decimosexto presidente de los Estados Unidos y primero por el Partido Republicano.

 Lincoln asistía a una representación en el teatro Ford. La obra era Our American Cousin, una comedia musical de Tom Taylor. Cuando Lincoln se sentó en el palco, John Wilkes Booth, un actor de Maryland, residente en Virginia y simpatizante del Sur, apareció por detrás y disparó un único tiro con una pistola Deringer de bala redonda a la cabeza del presidente y gritó “¡Sic semper tyrannis!”, expresión en latín que significa “así siempre a los tiranos“.

James Abram Garfield (1831 – 1881) fue el vigésimo Presidente de los Estados Unidos. Se convirtió en el segundo presidente que murió asesinado en los Estados Unidos. El presidente Abraham Lincoln había sufrido la misma fatalidad estando en el cargo. Su presidencia es la segunda más corta en la historia de Estados Unidos, tras la de William Henry Harrison.

Walter Graziano nació en 1960 en la Argentina. Se graduó como economista en la Universidad de Buenos Aires. Hasta 1988 fue funcionario del Banco Central de su país y recibió becas de estudio del gobierno italiano y del Fondo Monetario Internacional para estudiar en Nápoles y Washington DC. Desde 1988 colaboró con medios gráficos y audiovisuales argentinos en forma simultánea a su profesión de consultor económico.

 En 1990 publicó Historia de dos hiperinflaciones y, en 2001, Las siete plagas de la Argentina, libro que preanunció la debacle económica y política de su país. Desde 2001 Graziano se encuentra abocado a los temas de las élites que detentan el poder, sus antecedentes históricos y cuestiones colaterales. También escribió dos interesantes libros, titulados “Hitler gano la guerra” y ¿Nadie vio Matrix?, en que me he basado principalmente para escribir este artículo. Estos libros se ocupan de la situación actual de la estructura de poder mundial que lidera Estados Unidos.

 Los ex presidentes Bush y su familia se convierten en el eje de la investigación de Graziano. Desde la importancia que Bush padre tuvo para la CIA, hasta el peso del oligopolio petrolero en las decisiones políticas, los Bush son personajes nefastamente recurrentes en esta historia. El sujeto central de estos libros es la “elite angloamericana”, y se muestra como el establishment norteamericano proviene de las oligarquías inglesas que conquistaron esa tierra siglos atrás.

¿Por qué algunos presidentes norteamericanos han sido el enemigo interno? En realidad muchos otros magnicidios ocurridos en otros países también han sido cometidos por agentes de la élite y de las sociedades secretas.

Como ejemplo tenemos los zares rusos Alejandro II, aliado de Lincoln, y Nicolás II, enemigo de la élite financiero-petrolera, la Casa Borbón en Francia, con la caída y posterior muerte de Luis XVI en Francia, y el heredero del Imperio Austro-Húngaro, Francisco Ferdinando, asesinado en Sarajevo en 1914. Estos son apenas algunos de los muchos casos en los que la élite y las sociedades secretas actuaron, eliminando físicamente a un jefe de Estado enemigo.

 Pero en ninguno de estos casos se trataba de un enemigo interno, sino de obstáculos para implementar la agenda globalizadora que desde hace centurias tiene la élite, y que desde hace milenios inspira a las sociedades secretas. Un presidente norteamericano es otra cosa, es alguien que desde el interior, en el propio corazón de la estructura de poder, puede dañar seriamente la implementación de dicha agenda. Para entenderlo es necesario saber lo que son realmente los Estados Unidos.

Para la historia oficial, los Estados Unidos son independientes desde el 4 de julio de 1776, cuando se declaró formalmente su separación de la Corona británica. Oficialmente, el 4 de julio de 1776 nació un nuevo país, soberano e independiente, en el cual se impusieron por primera vez en la modernidad los ideales republicanos, democráticos y del capitalismo de libre competencia y libre empresa. Ahora bien, ¿qué lo provocó?

En las colonias norteamericanas había un cierto clima de agitación social contra la Corona británica. Por lo menos desde principios del siglo XVIII se habían instalado en dichas colonias una buena cantidad de miembros de sociedades secretas, especialmente masones, provenientes de Gran Bretaña. Es preciso recordar que los masones profesaban los ideales de libertad, igualdad y fraternidad y eran profundamente antimonárquicos y enemigos de los privilegios económicos de la Corona.

Esos intereses de las sociedades secretas estaban muy entrelazados, tanto en las colonias norteamericanas como en Inglaterra, a través de la British East India Company. La Corona era socia minoritaria de la misma, en la cual habían invertido muy fuertemente los principales banqueros y comerciantes británicos. Por lo tanto, ser miembro de una sociedad secreta y a la vez proteger los intereses de la British East India Company era algo usual.

La fuente de muchos conflictos entre las colonias y la Corona eran los impuestos especiales sobre los productos que la propia British East India Company exportaba desde Inglaterra o desde India a Norteamérica. Ello ocasionaba un perjuicio tanto a la British East India Company como a los consumidores de las colonias.

Éstos vivían una vida llena de penurias, dado que aumentaban el precio de los productos y disminuían el volumen del comercio y las ganancias de la British East India Company. Esta empresa, aunque tenía al rey como socio minoritario, veía cómo el monarca entorpecía su actividad con el fin de aumentar su patrimonio personal. Mientras algunos territorios británicos de ultramar eran posesión directa del rey de Gran Bretaña, como las colonias norteamericanas hacia las cuales se obligaba a enviar dinero y diversos bienes, otros territorios, como la India, estaban bajo administración y gobierno directo de la British East India Company.

 Por lo tanto, en Norteamérica la British East India Company no tenía la libertad de acción, movimiento y comercio que gozaba en otras partes del Imperio Británico. Ello provocó que, merced a los estrechos lazos de las sociedades secretas británicas y norteamericanas por un lado, y la British East India Company por el otro, se fuera gestando en las colonias norteamericanas un ambiente muy poco favorable al rey y se fuera considerando la posibilidad de la independencia, implantando así un sistema que favoreciera los antiquísimos ideales de las sociedades secretas.

Cuando en 1776 el rey decretó un alto impuesto al té indio que la British East India Company vendía en las colonias norteamericanas, la respuesta de éstas fue llevar a cabo un complot contra la Corona y declarar la independencia. Entonces se formó el independentista Boston Tea Party, estrechamente ligado a la British East India Company. Para muchos historiadores, de la talla de Arthur Schlesinger, el asunto del té fue sólo un pretexto para un grupo que ya tenía una agenda secreta.

La prueba irrefutable de la actividad de las sociedades secretas en la independencia es que los miembros del Boston Tea Party eran conocidos nada menos que como Freemasons Arms, que se reunían secretamente en la Green Dragon Tavern, también llamada “Cuartel de la Revolución “, y preparaban la independencia acusando a la Corona de que se les cobraban impuestos pero no se les daba representación en la Cámara de los Comunes.

Es necesario remarcar que en el mismo año de 1776, unos pocos meses antes, nacía en Alemania, y se propagaba casi en forma inmediata a las colonias norteamericanas y a toda Europa, el grupo secreto de los Illuminati de Baviera, infiltrado también en la masonería, financiado por la casa bancaria Rothschild, y con un ideario revolucionario que compartía por entero la filosofía de los Padres Fundadores masones norteamericanos.

Ahora bien, todo ese clima revolucionario y de agitación contra el rey no significaba de manera alguna la ruptura de relaciones con la British East India Company.

Todo lo contrario, abarataba el comercio entre ésta y las colonias norteamericanas. Más aún, muchos autores consideran que la idea inicial era convertir las colonias en corporaciones, algo similar a lo que era la India.

Es por todo esto que no debe llamar en lo más mínimo la atención que las nuevas e independientes colonias norteamericanas adoptaran la propia bandera de la British East India Company, que constaba de 13 rayas horizontales rojas y blancas con una cruz roja con fondo blanco, cruz de San Jorge, la bandera real inglesa, donde hoy se sitúan las 50 estrellas de la bandera de los Estados Unidos.

 La bandera fue modificada en sólo un detalle, ya que en el ángulo superior izquierdo figuraban las 13 estrellas de las 13 colonias norteamericanas iniciales. Tampoco debe llamar la atención entonces que de los 20 protagonistas de la independencia norteamericana nacidos en las colonias, diez hayan sido masones confirmados y cinco muy probablemente lo eran, dado que hablaban bien de esa organización secreta.

A ello hay que sumarle que el principal referente extranjero de la revolución norteamericana, el marqués de Lafayette, también era miembro de la masonería. Menos aún debe llamar la atención que George Washington haya sido no sólo masón sino jefe de la masonería, que juró su cargo presidencial sobre un ejemplar de la Biblia masónica, sobre la que luego juraron todos los presidentes norteamericanos, salvo uno.

La propia arquitectura y el diseño urbano de la capital norteamericana, Washington DC, es íntegramente masónico y de autoría de la Gran Logia de Maryland. Como mínimo la mitad de sus 43 presidentes han sido masones, y un buen número de los que no lo fueron, al menos pertenecieron, como George Bush, a sociedades secretas. En el caso de Bush, pertenece a la sociedad Skull&Bones, descendiente de los Illuminati de Baviera.

Como se ve, los intereses de las sociedades secretas, la British East India Company y la banca londinense estaban estrechamente ligados, y no eran contrarios entre sí. La disputa no era con Gran Bretaña ni contra los intereses económicos de los bancos y compañías comerciales, sino contra la Corona.

Quizás ello explica por qué George Washington le ganó la decisiva batalla de Yorktown en 1781 al inglés Charles Cornwallis,, militar y gobernador colonial inglés, asegurando la independencia norteamericana, y por qué Cornwallis dejó escapar varias oportunidades para derrotar al casi indefenso, en aquel momento, ejército revolucionario.

Es sorprendente que, posteriormente a este fracaso, la British East India Company eligiese a Cornwallis para un altísimo cargo en la India. Para demostrar el papel que las sociedades secretas tuvieron en el advenimiento de los Estados Unidos podemos leer la carta que Thomas Jefferson le escribió a George Mason en Filadelfia el 4 de febrero de 1791: “No puede negarse que entre nosotros hay una secta que cree que contener cualquier cosa es perfecto en las instituciones humanas.

Los miembros de esa secta tienen nombres y cargos considerados en alta estima por nuestros compatriotas“. No bien finalizada la guerra entre los Estados Unidos y Gran Bretaña en 1781, las relaciones entre ambas naciones se tornaron mucho más amistosas de lo que la historia oficial narra. Los Estados Unidos enviaron a Inglaterra a tres personajes para que firmaran diversos acuerdos: Benjamín Franklin, John Jay y John Adams.

Los tres ostentaban cargos de nobleza incompatibles con la Constitución norteamericana, los tres eran masones, y fue así como llegaron a varios acuerdos con banqueros, comerciantes e incluso el propio rey. Esa profusión de pactos indica claramente que la división entre los Estados Unidos y el Reino Unido desde su propio inicio fue una división política, pero de ninguna manera económica. El principal biógrafo de Benjamín Franklin, Bernard Fay, lo deja en claro cuando señala: “Franklin estaba identificado con el espíritu de la masonería inglesa y deseaba la hegemonía de la civilización británica, con sus ideales de Libertad y Protestantismo.

 Le parecía justo que el centro del Imperio estuviese algún día en el Nuevo Mundo, al que Inglaterra debería su prosperidad. Pero después (…) perdió la fe. Dirigió entonces sus miradas hacia Inglaterra, única nación que podía ser fundamento de un Imperio (…) Dedicó a ella toda su inteligencia privilegiada y su vasta experiencia política“. Y sin embargo, el rostro de Benjamín Franklin aparece hoy en el anverso del billete de cien dólares.

 Cabe recordar, por si todo esto no fuera suficiente, que en la propia Constitución norteamericana figuraba la paridad fija entre plata y oro en 16 a 1, que favorecía a la banca londinense. Benjamín Franklin, John Jay y John Adams acordaron formar el Bank of United States, a fin de que las colonias independizadas no emitieran papel moneda por separado y hubiera un monopolio monetario nacional.

Esto es lo que la banca londinense deseaba y logró, dado que el 80% del capital del primitivo banco central estaba en manos extranjeras. Además, se mantuvo el monopolio de comercio de los Estados Unidos con Inglaterra, dado que se acordó que las materias primas que entraban y salían del país fueran comerciadas con los ingleses, aunque con impuestos limitados, y los Estados Unidos se comprometieron a no rechazar sus deudas con Gran Bretaña.

En el tratado entre Estados Unidos y Gran Bretaña de 1783, dos años después de que los Estados Unidos ganara la guerra, se sigue reconociendo al rey inglés como “Príncipe del Sacro Imperio y de los Estados Unidos“. En ese tratado, el primero de una larga serie, se nota claramente que los Estados Unidos no negociaban con su antiguo dominador desde ninguna posición de fuerza, sino que pagaba el precio de una gran dependencia económica y financiera para lograr la libertad política.

Obviamente, fueron las sociedades secretas las grandes beneficiarias de todo ello, junto a la British East India Company y la banca londinense. Por primera vez en el mundo moderno se lograba que una nación importante adoptara un régimen democrático de gobierno y se apartara de la monarquía, que era un objetivo de las sociedades secretas.

En lo económico se abogaba por abolir los privilegios de la aristocracia, aunque se mantuviera la dependencia con respecto a la burguesía comercial y financiera londinense bajo la fachada de la libertad de mercado. El programa de la masonería y de los Illuminati comenzaba a aplicarse con éxito.

Los Estados Unidos nacieron como un ensayo exitoso de las sociedades secretas, que luego exportarían, con sus variantes, este modelo de democracia y libre empresa, aunque dependiente. Primero se exportó a Latinoamérica y luego al corazón mismo de Europa continental. Por lo tanto, en 1776, el Imperio Británico comenzó a desmembrarse en cuanto a su identidad política, pero no en su identidad económica y financiera.

Los lazos económicos y financieros no solamente se mantuvieron, sino que nunca hubo ninguna intención de que fueran cancelados desde Londres ni desde las colonias. Los Estados Unidos nunca rechazaron sus deudas con Gran Bretaña, y su secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, se ocupó de endeudarlos más, haciéndolos mucho más dependientes de la banca londinense.

 El Imperio Británico, en lo económico y financiero, siguió intacto después de la independencia norteamericana. Incluso cuando en 1811 expiró el mandato del primitivo Banco de los Estados Unidos, que había comenzado a monopolizar la emisión de moneda, gracias a Benjamin Franklin, estalló una nueva y corta guerra con el Reino Unido.

Benjamin Franklin, además de noble británico y embajador en Londres, fue un estrecho colaborador de las casas bancarias londinenses. La guerra terminó cuando los Estados Unidos se volvieron a endeudar con la banca inglesa para la guerra contra el propio ejército inglés, y accedieron a conformar un nuevo banco central, The Second Bank of the Unites States, que en realidad sería el tercero, si se toma en cuenta al fallido Bank of North America. con The Second Bank of the Unites States de nuevo hubo preeminencia en el control monetario por parte de la banca británica.

Pero incluso en lo político había grandes coincidencias, a pesar de la división, entre ambos países.

El principal partido político inicial en los Estados Unidos era el Federalista. Washington, Jefferson, Adams y otros eran federalistas y accedieron al poder como miembros de este partido.

 Pues bien, el Partido Federalista, que dominó los Estados Unidos de 1776 hasta casi 1820, era fervientemente pro británico. Sólo hacia 1826 el pueblo norteamericano comenzó a entrever que el sistema democrático de libre empresa en el cual vivía, en realidad era una fachada tras la cual se escondían las sociedades secretas.

 En ese año un miembro de la masonería, el capitán William Morgan, escribió un libro en el que revelaba cómo toda la estructura de poder norteamericana estaba dominada por las sociedades secretas, que respondían a los intereses de Londres.

A consecuencia de ello Morgan fue asesinado, y el encubrimiento del crimen al que se prestaron altos magistrados y legisladores fue tan escandaloso que provocó una verdadera revuelta popular contra la masonería norteamericana, hoy la más poderosa del mundo, que casi derriba toda la estructura de poder de las sociedades secretas. Entonces de creó el Partido Antimasón, que llegó a obtener el 10% de los votos.

El Partido Antimasón participó en las elecciones de 1828 como aliado del Partido Nacional Republicano. En aquellas elecciones los federalistas habían desaparecido de la escena. El Partido Antimasón estaba liderado por el entonces presidente John Quincy Adams, un gran progresista, lamentablemente olvidado por la historia.

Asimismo, Adams era un ferviente antimasón, que buscaba la reelección y la perdió por muy pocos votos. Al cabo de varios años adquirió gran popularidad personal un masón profundamente contrario a la Banca, Andrew Jackson.

Fue considerado un mal menor para la élite de negocios británico-norteamericana y las sociedades secretas. Mientras tanto, y a causa de la presencia de Jackson, la alianza del movimiento antimasón y el Partido Nacional Republicano, que en las elecciones de 1824 había conseguido nada menos que el 44% de los votos, ascendiendo al poder con John Quincy Adams a la cabeza, cayó en el olvido.

Jackson fue un enemigo mortal del Second Bank of the United States, al punto de hacerlo desaparecer, pero dejó intactos el poder de las sociedades secretas y la alianza de negocios británico-norteamericana.

Fue sólo así como se fueron aplacando las cosas, de modo que el Imperio económico y financiero conformado entre Londres y los Estados Unidos siguió intacto, al menos hasta la irrupción del presidente Abraham Lincoln. Como vemos, la independencia de los Estados Unidos fue un suceso que dista de ser lo que se dice en los libros de historia.

El Imperio Británico pasó a ser un ente básicamente económico y financiero, un imperio en la sombra que hoy todavía subsiste aunque su sede real haya cambiado, y del que sólo actualmente se vislumbra cierta decadencia. Se trata de un exitoso experimento de las sociedades secretas y la burguesía inglesa, que con la democracia generada en los Estados Unidos y luego exportada a todo el mundo, tal como lo ha señalado el historiador Arnold Toynbee, derribaron monarquías que les eran contrarias.

Por su parte, con el capitalismo de libre empresa estadounidense, también exportado con ciertas variantes, infiltraron y debilitaron poco a poco, y en todo el mundo, los intereses nacionales, conformando una comunidad de intereses imperiales que hoy día es denominada British Commonwealth (Comunidad Británica).

La diferencia es que su cabeza ya no está Londres, sino en Nueva York, donde está la sede del Council on Foreign Relations (CFR). Queda claro entonces por qué presidentes norteamericanos demasiado independientes, como lo fueron Kennedy o Lincoln, y muchos otros en momentos críticos, se convirtieron en enemigos internos y, por lo tanto, peligrosísimos para la élite globalizadora.

 El hecho de que cada uno de ellos se manejara con autonomía contra los propios intereses imperiales y de las sociedades secretas, hizo necesario que ocurriera lo que ocurrió, que se les eliminara sin piedad y con los peores métodos.

Dicho en otras palabras, que se les ejecutara. Y cuando se los consideró directamente traidores y no meros obstáculos políticos, se miró que la ejecución fuera pública, por medio de una bala. Y ahora veamos lo que sucedió con cada uno de los presidentes asesinados o represaliados.

William McKinley (1843 – 1901) fue el vigésimo quinto Presidente de los Estados Unidos y el último veterano de la Guerra Civil estadounidense elegido presidente. El 6 de septiembre de 1901 fue tiroteado por el anarquista Leon Czolgosz. Falleció ocho días después y se convirtió en el tercer presidente asesinado en el cargo, tras Abraham Lincoln y James Abram Garfield.

Fue sucedido por Theodore Roosevelt. John Fitzgerald Kennedy (1917 – 1963) fue el trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos. Fue conocido como John F. Kennedy, Jack Kennedy por sus amigos y popularmente como JFK.

El Presidente Kennedy recibió varios impactos de bala en la calle Elm de Dallas (Texas), a las 12:30, el 22 de noviembre de 1963, mientras realizaba una visita política por el estado de Texas. Fue declarado muerto media hora más tarde.

Lee Harvey Oswald, el supuesto asesino, fue arrestado en un teatro, aproximadamente 80 minutos después de los disparos. Según Woodrow Wilson, Presidente de los Estados Unidos (1912-1920): “Desde que ingresé a la política, muchos hombres se me han acercado para confiarme sus pensamientos de manera reservada.

Algunos de los más importantes hombres de los Estados Unidos, de las áreas del comercio y de la industria están asustados de alguien, están asustados de algo. Saben que en algún lugar hay un poder tan organizado, tan escondido, tan vigilante, tan interrelacionado, tan completo, que es mejor no hablar más alto que el ruido de la respiración cuando se lo condena”.

Que esta frase la haya pronunciado Woodrow Wilson en 1913, durante una entrevista concedida al New Republic, y no otro presidente de los Estados Unidos, tiene una especial significación. No sólo porque se trata de un presidente norteamericano que resultó reelecto, sino porque Wilson no fue precisamente un presidente que se opusiera a los deseos de la élite petrolero-financiera norteamericana.

De hecho sucedió lo contrario, ya que ayudó a los banqueros a crear un banco central privado -el FED- cuyas acciones están en las manos de los bancos más importantes de Wall Street y no del Estado norteamericano. Hemos escuchado muchas veces que el Banco Central estadounidense, o sea el Federal Reserve Bank (FED), es la entidad más poderosa del mundo.

En ese sentido, suele decirse que su jefe es más poderoso que el propio presidente de Estados Unidos. Razón no le falta a quien piense de esta manera.

El FED maneja las tasas de interés de corto plazo del dólar no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo, influye sobre las tasas de interés de largo plazo mediante intervenciones en el mercado financiero, agrega o quita dinero de los mercados, acelera o retrae el ritmo de crecimiento y de generación de puestos de trabajo en Estados Unidos y, en menor medida, en el mundo. Influye de manera muy importante en las paridades cambiarías y, por lo tanto, en las corrientes comerciales y en los flujos de capitales del mundo.

Aunque el FED está en condiciones de generar secesiones, depresiones, reactivaciones y euforias financieras, ante las cuales los políticos de turno en la Casa Blanca o en el Congreso poco pueden hacer para evitar el impacto en los votos que su Director puede indirectamente realizar, sería incorrecto pensar que la real base del poder es el FED.

En todo caso, el FED y su Director también son instrumentos de un poder superior.

El FED fue creado por ley del Congreso el 22 de diciembre de 1913. Los banqueros privados, en aquel momento, venían criticando en forma pública la ley que creaba un Banco Central en Estados Unidos.

Sin embargo, en forma reservada, los principales banqueros norteamericanos se frotaban las manos ante esa ley que habían logrado sacar, gracias al senador Aldrich, casado con una hija del magnate John D. Rockefeller I. Una gran cantidad de legisladores se encontraban ausentes al acercarse la Navidad, y la votación parlamentaria fue manipulada. Se trató de un movimiento magistral a la medida de la élite que se originó en conversaciones reservadas entre los principales banqueros en 1910.

 Para poder crear al FED, la élite financiera y petrolera norteamericana tuvo que manipular las elecciones de 1912. El presidente Taft buscaba la reelección. Pero su partido, el Republicano, se había pronunciado públicamente contra la creación del FED. Así dadas las cosas, la élite decidió fracturar al Partido Republicano en dos.

Por un lado, se presentaba Taft. Por el otro, Theodore Roosevelt, ex presidente de la República. La división abrió las puertas para que el manipulable Woodrow Wilson accediera al poder con mucho menos del 50% de los votos.

La élite, con su presencia y la del senador Aldrich, se ganaría la seguridad de la aprobación de la creación de un Banco Central privado: el FED. No cabe duda de que el mejor negocio de la Tierra es emitir moneda. Desde hace siglos los principales banqueros saben muy bien que si la gente acepta como medio de pago un papel emitido por un banquero privado, con la promesa de redimirlo en oro o plata, y prefiere comprar y vender con ese billete y no con oro o plata metálica, entonces tal banquero tendrá la potestad de decidir quiénes deben recibir crédito y cuánto, qué tasas de interés cobrarles, a quién no prestarle.

 Y todo mediante la creación de medios de pago. Si los banqueros privados observaban que la gente no requería que le redimieran en metálico los billetes puestos en circulación, sino que la población los acumulaba y efectuaba sus transacciones en papel moneda, entonces podían generar de la nada muchos más billetes y ponerlos en circulación. De esta manera, el total de papel moneda superaba con creces las reservas en metálico que los banqueros privados guardaban en sus cajas fuertes.

En otras palabras, los banqueros privados tenían la potestad de crear dinero de la nada si la gente aceptaba sus billetes. Y fue lo que ocurrió. El origen de la propia banca debe buscarse a través de operaciones de este tipo.

Los bancos de Inglaterra, Francia y Alemania no comenzaron, como usualmente se piensa, como bancos estatales ni como empresas de las respectivas coronas, sino como bancos privados, controlados en buena medida por la dinastía banquera europea que se había instalado en Inglaterra, Francia, Alemania, Austria e Italia. Así como el clan Rothschild, junto a sus asociadas Kuhn, Loeb, Lehman, Warburg, etc.

 Que el negocio bancario estaba monopolizado en unos pocos clanes familiares se puede ver simplemente a través de una vieja anécdota. mientras Max Warburg dirigía el Banco Central alemán durante el gobierno del kaiser Guillermo II, y se constituía en su banquero personal antes de la Primera Guerra Mundial, su hermano, Paul Warburg, era directivo del FED. El tema alcanzó ribetes escandalosos en Estados Unidos y obligó el rápido reemplazo de Paul Warburg.

Otra anécdota, mientras la familia Rothschild era una de las principales accionistas tanto en forma directa como indirecta del propio Banco de Inglaterra, la rama francesa de dicho clan colocaba varios integrantes para dirigir nada menos que el Banco de Francia, el cual sólo fue estatizado luego de la Segunda Guerra Mundial.

 El primer Banco Central creado fue el Banco de Inglaterra. Ya antes de las guerras napoleónicas los Rothschild poseían un enorme poder financiero en toda Europa. Deseaban aumentarlo y así establecer las políticas financieras en los principales países europeos. Lo mismo pudieron hacer durante el transcurso del siglo XIX con los bancos centrales de Francia y Alemania.

 A menudo financiaron guerras entre los países, con la estrategia de prestarles a ambos bandos. De esta manera, cuando las guerras finalizaban, las naciones y las casas reales quedaban debilitadas, endeudadas y, por lo tanto, cada vez más dependientes de los banqueros.

 Fueron los Rothschild quienes decidieron ingresar a Estados Unidos financiando a clanes familiares a los que observaban durante mucho tiempo antes de otorgarles fondos para sus emprendimientos, y que resultaban “amigos incondicionales“, tales como los Rockefeller, los Morgan, Carnegie, los Harriman, etc.

Por lo tanto, no debe llamar la atención que el FED no sea un Banco Central común y corriente. No es como el Banco Central de cualquier país latinoamericano o el Banco Central Europeo. No es un banco central propiedad del Estado. Es, lisa y llanamente, un banco privado. Y se trata de un banco privado propiedad de unos pocos bancos privados.

Por ejemplo, de los 19,7 millones de acciones del FED, unas 12,2 millones de acciones (62%) eran propiedad de sólo tres bancos hacia fines de 1994. ¿Qué bancos? El Chase Manhattan, el Citibank y el Morgan Guaranty Trust. Tres grandes apellidos desde hace muchas décadas han controlado y controlan esos tres bancos. Se trata de los Rockefeller, los Rothschild y los Davison (Morgan). Ese porcentaje habría continuado creciendo merced a las fusiones que se registraron en la última década.

Tampoco debe llamar la atención, entonces, que el anterior jefe del FED, Alan Greenspan, haya sido director corporativo de JP Morgan, de Morgan Guaranty Trust y de la petrolera Mobil (Standard Oil of New York), antes de ocupar el estratégico cargo en el FED. Woodrow Wilson repetía públicamente que no deseaba que los Estados Unidos ingresara en la Primera Guerra Mundial.

Pero tramaba en secreto con funcionarios y banqueros la manera de entrar lo antes posible en la misma, aun cuando no tuviera una razón para ello. Fue Wilson quien llevó adelante la agenda de la élite para generar la Sociedad de las Naciones, entidad cuyo objetivo inicial era intentar establecer un gobierno mundial globalizado tras la derrota de las potencias centrales europeas en 1919.

También fue quien creó el actual sistema impositivo norteamericano, que cobraba impuestos a la clase media y a los pobres mientras que absolvía del pago de impuestos a los más ricos empresarios, que podían esconder legalmente sus fortunas en fundaciones libres del pago de todo impuesto. ¿Les suena?

Por otra parte, fue el presidente que ayudó a que la disolución del monopolio petrolero norteamericano, controlado por la familia Rockefeller, que representaba a la empresa Standard Oil, hoy Exxon, y otras, fuera simplemente una subdivisión en varias empresas que operaban en la sombra como una única empresa.

Finalmente, fue Wilson quien ordenó que se le diera un pasaporte nuevo al revolucionario ruso León Trotsky para que pudiera realizar la Revolución Rusa de octubre de 1917, instalando el bolchevismo en Rusia, tal como era deseado por la élite globalizadora en aquella época. Como puede verse, quien hablaba de la existencia de un poder oculto y secreto no era un teórico de las conspiraciones ni un paranoico que veía enemigos donde no los había.

 En realidad era uno de los más estrechos colaboradores que la élite globalizadora encontró en todo el siglo XX. Sin embargo, es importante ver cómo fue desarrollándose el poder de esta élite en las distintas etapas de los siglos XIX y XX.

Uno de los negocios más importantes con los que contaba la banca desde inicios de la Edad Moderna era financiar a ambos bandos en las guerras, a fin de obtener ganancias, extender su influencia, hacerse de recursos naturales y debilitar a las naciones como tales.

Desde la filosofía política de Leo Strauss, la élite ha podido formalizar y pulir ciertos conocimientos que intuitivamente ya poseía acerca de la necesidad permanente de un enemigo que a la postre debe ser derrotado y cambiado por otro.

 El ala conservadora del Partido Republicano ha venido nutriéndose de la filosofía política de un alemán emigrado por motivos raciales durante el Tercer Reich: Leo Strauss. Afincado en los Estados Unidos, Strauss fue muy bien recibido en la Universidad de Chicago, fundada y dirigida por los intereses del petróleo, donde además trabajaban los economistas más conservadores, como Milton Friedman y los físicos que habían llevado a cabo los estudios para desarrollar la bomba atómica.

 En Chicago, Strauss desarrolló sus teorías políticas que han inspirado no sólo al Partido Republicano sino también al CFR, de la misma manera que en el pasado más lejano las sociedades secretas se nutrían de la filosofía de la historia hegeliana para llevar a cabo sus actividades revolucionarias.

Las teorías de Strauss pueden resumirse en una premisa básica y tres líneas de acción para lograr los objetivos. Strauss era un lector acrítico de Nicolás Maquiavelo y fue, de hecho, su continuador, o quien reformuló sus tesis. Su premisa básica es que por derecho natural, los fuertes deben gobernar sobre los débiles. Sus tres líneas de acción representan una verdadera metodología para lograr objetivos de dominio a través de la globalización.

El año 1776 se caracteriza por tres hechos que marcan el presente y futuro de la humanidad. En primer lugar, se puso la piedra fundacional, en Norteamérica, del Nuevo Imperio. Esto puede observarse en el reverso del billete de un dólar. Se trata del “Gran Sello de los Estados Unidos“.

 En el extremo izquierdo aparece una extraña pirámide cuya cúpula está separada del resto por un símbolo esotérico: “El Ojo que Todo lo Ve“, así y la inscripción “Novus Ordo Seculorum“, una variante de la expresión Nuevo Orden Mundial, pero mucho más ambiciosa, ya que significa Nuevo Orden por los Siglos. En el extremo derecho del sello vemos el águila, un ave de rapiña, elegida ex profeso por haber sido el símbolo de otros imperios y también por su significado esotérico. Desde toda la vida el símbolo del águila es un símbolo muy extendido.

Está relacionado con el sol y con el cielo, así como también con el rayo y con el trueno. Su vuelo y su resistencia siempre ha tendido hacia el cielo, particularidades que han sido características de su simbolismo.

En diversas culturas indias se contrapone al águila, que se supone emparentada con el sol y el cielo, al jaguar. Sus plumas se convirtieron en objeto de culto como símbolo de los rayos del sol. El águila está considerada como el rey de las aves y fue ya desde la antigüedad un símbolo de reyes y dioses. En la antigüedad greco-romana era el acompañante y símbolo de Zeus-Júpiter.

 Debido a que cuando inicia su vuelo mira directamente al sol, tal como nos dice Aristóteles, era considerada también como símbolo de la contemplación y del conocimiento espiritual. En la Biblia encontramos el águila como representación de la omnipotencia divina y la fe. En la Edad Media, por su vuelo y su ascensión al cielo, era el Ave Fénix, símbolo de la resurrección y del bautismo, así como en ocasiones de Cristo.

Los místicos la consideraban como símbolo de la oración, ya que esta se elevaba como el águila hacia el cielo y hacia Dios. En la Iglesia se consideraba al águila como símbolo de San Juan Evangelista. Después del Imperio Romano, el águila fue el símbolo del III Reich Aleman.

Actualmente se conserva en el emblema de Alemania, y también está presente como símbolo en los escudos de numerosos países. C.G. Jung veía en el águila un símbolo que representaba al padre, asociándolo como símbolo protector, así como también de jefe e instructor.

Se podrá argüir que el diseño del billete de un dólar corresponde a los años treinta del siglo XX, cuando Franklin Roosevelt era presidente. Es cierto. Pero el Gran Sello de los Estados Unidos es muchísimo más antiguo. Data casi del propio origen de los Estados Unidos.

El segundo hecho remarcable que se produjo en 1776 fue la aparición de la obra La Riqueza de las Naciones, escrita por Adam Smith (1723 – 1790), economista y filósofo escocés, uno de los mayores exponentes de la economía clásica. Asimismo fue empleado de la British East India Company, gran corporación monopolística durante los siglos XVII y XVIII, que se beneficiaba con el tráfico de esclavos, cultivaba opio en la India y lo vendía en China para apropiarse de las reservas de oro de este país. Esa obra, difundida y alabada por la prensa de la época, gracias al monopolio banquero londinense y a la propia British East India Company, es el basamento fundamental de casi toda la economía moderna. Smith propugnaba la libre competencia desde su confortable puesto de empleado en aquel monopolio.

Esa obra dio el basamento teórico e ideológico de la actual política neoliberal que nos genera la ilusión de libertad y libre competencia. El tercer hecho remarcable acaecido en el año 1776 fue la fundación y expansión europea y americana, especialmente con fondos del clan Rothschild, de la sociedad secreta denominada Illuminati de Baviera, que inmediatamente fundó una sucursal en Estados Unidos con un nombre, en código de letras griegas de Phi Beta Kappa.

Entre 1820 y 1840 hubo una fuerte presión contra las sociedades secretas en Estados Unidos, ya que buena parte del pueblo advirtió que las sociedades secretas se habían infiltrado en el poder político, tanto en el ejecutivo, como en el legislativo y el judicial.

Ello produjo que se llegara a fundar un Partido Antimasón, que acaparó fugazmente una buena cantidad de votos. Fue la gran popularidad del presidente Andrew Jackson, un masón enemigo de los banqueros, lo que logró contener la ira popular contra las sociedades secretas en Estados Unidos. El precio que éstas tuvieron que pagar fue salir a la luz y hacerse públicas.

Fue así como Phi Beta Kappa hoy aparece como una respetable sociedad con miembros que figuran entre las mentes universitarias más brillantes de Estados Unidos, que ayudan a diseñar la agenda educativa. Pero el componente de poder político secreto se trasladó a otra sociedad secreta, hija directa de los Illuminati de Baviera.

 Se trata de la sociedad denominada Skull & Bones (“Calavera y Huesos“), grupo que ha tenido un enorme poder en la sombra, dado que estuvo y está compuesto por los elementos más oligárquicos de la sociedad norteamericana. Entre ellos figuran Bush padre e hijo, o John Kerry, el rival de Bush hijo en 2004 y actual Secretario de Estado.

También son miembros los hijos de muchas otras familias que no han dado presidentes, pero que han ejercido un enorme poder que ha determinado el nombramiento de presidentes. Como ejemplos se puede nombrar a los clanes Rockefeller y Harriman.

Las sociedades secretas han sido las reales creadoras de los principales servicios de inteligencia en diversos países.

Éstos se financian con fondos públicos para sus operaciones legales, y con fondos provenientes del crimen organizado para sus actividades más oscuras y secretas.

No están al servicio de los países que dicen defender con operaciones de inteligencia, sino al servicio de la oligarquía globalizadora que conforma la cúpula de las sociedades secretas.

Lo verdaderamente asombroso es que se financian en parte con los impuestos de la gente y con la venta de drogas y armas para guerras o actos terroristas. Y han sido también los miembros prominentes de las sociedades secretas los que han conformado los think tanks, como el CFR y el RIIA, círculos cerrados de intelectuales, periodistas, empresarios, políticos, militares y educadores, que conforman el Gobierno del Mundo, sobre todo en esta etapa de la globalización, ya que diseñan en buena medida las políticas que luego adoptan los gobiernos. Lo peor de la acción de las sociedades secretas se dio en torno de la Primera Guerra Mundial, donde se presentaron denuncias por las actividades de estas sociedades en Francia, Alemania, Inglaterra, Italia, Estados Unidos y Rusia, entre otros países.

Fue por este motivo, y por el efectivo control que las clases empresariales de Estados Unidos e Inglaterra ya ejercían, tras la Primera Guerra Mundial, sobre los recursos energéticos mundiales, que los principales empresarios advirtieron la necesidad de que una buena parte de los objetivos económicos, políticos y sociales se trazara en forma menos secreta, aunque no totalmente pública.

 De esta manera nacieron el Consejo de Relaciones Internacionales (Council on Foreign Relations: CFR) y el Instituto Real para los Asuntos Internacionales(Royal Institute for International Affairs: RIIA). Ambos centros de poder fueron fundados en 1919 y 1921, con base en Nueva York y Londres, con el fin de elaborar las políticas que los gobiernos, del partido político que fuere, deberían adoptar en prácticamente todos los terrenos: economía, educación, cultura, etc. Esos centros de poder trabajan en forma muy silenciosa, pero para nada clandestina.

En sus reuniones suele haber miembros prominentes de todas las disciplinas, y también dueños de los principales medios de comunicación y los principales periodistas. De tal manera, los medios de comunicación posteriormente realizan el papel de lobby y hablan en forma benevolente de lo que se acuerda, para que sea encarado tanto por Estados Unidos como por el resto del mundo en el marco de sus políticas de acción.

 Estos centros de poder desarrollaron luego los llamados Grupo Bilderberg y Comisión Trilateral, con el fin de incluir en algunas de sus deliberaciones a los principales empresarios y políticos de Europa Continental y Japón.

Asimismo, estos centros de poder elaboran sus políticas con un complaciente silencio de prensa sobre sus reuniones, sus debates y sus objetivos, aunque sin la clandestinidad de sus antecesores, las sociedades secretas, que siguen existiendo y gozando de enorme poder. No hay tema importante sobre las áreas de petróleo, finanzas, políticas comerciales, invasiones a países díscolos, o negociaciones de países con el FMI o el Banco Mundial, que escape al discreto control del CFR y el RIIA, grupos que ejercen un verdadero “gobierno mundial en la sombra” y que son los que realmente mandan sobre los gobiernos de los Estados Unidos y muchísimos otros países.

 Cuando no existe un enemigo, que antes era la URSS, debe ser inventado, tal como probablemente haya hecho la élite, con la ayuda de la CIA, al propiciar el terrorismo islámico. La gran diferencia, sin embargo, entre el enemigo actual, el terrorismo, y el enemigo anterior, comunismo y la Unión Soviética, es que el grado artificial del enemigo es cada vez mayor.

Sin duda había un caldo de cultivo en Rusia de 1917 para realizar la revolución. Si bien la élite contribuyó de manera determinante a generar el comunismo soviético, había un grado de organización propia de los elementos revolucionarios rusos, que seguramente no habrían podido tener acceso al poder sin la ayuda de ricos banqueros y petroleros occidentales. Pero había un elemento genuino.

En el enemigo actual, el terrorismo islámico, también hay un componente genuino de fanatismo religioso, precisamente el que Strauss aconseja explotar, y disconformidad por parte de buena parte del pueblo árabe acerca de lo que se considera como una invasión de valores occidentales. Sin embargo, la gran diferencia es que el “nuevo enemigo” no podría jamás haber tenido una base organizativa propia sin la gran ayuda de agencias de inteligencia, como la CIA, y sociedades secretas islámicas. Ahora bien, si a la élite le ha resultado funcional la aparición de enemigos como los bolcheviques en 1917, o los musulmanes enojados hacia inicios de los años ochenta, no le resulta funcional cualquier enemigo.

Algunos pueden obstruirle seriamente el camino. En tal caso, la solución pasa por una estrecha gama que va desde la muerte política del enemigo a su eliminación física. Particularmente dañina para los intereses de la élite fue la circunstancial aparición, dentro de los propios Estados Unidos, de presidentes que se rebelaron, sea por las razones que fuera, contra los deseos de la élite. A pesar de que en tales casos la historia registra asesinatos a manos de supuestos “locos sueltos“, renuncias al cargo por causas administrativas o raras enfermedades, lo que habría pasado en casi todos los casos habría sido bien diferente. Se trataría de correcciones del guión.

Para entender quién ordenó la muerte del presidente Abraham Lincoln, en 1865, es necesario comprender las causas económicas que llevaron a la guerra civil norteamericana. Lincoln fue atacado el Viernes Santo de 1865, a sólo seis escasos días de haber obtenido la rendición total de los ejércitos del Sur en la cruenta Guerra Civil, luego de la sangrienta batalla de Appomattox. Esta fue la batalla que vio capitular al Sur. Los remanentes de los grandes ejércitos del Sur se arremolinaban bajo la bandera rebelde del General Lee.

Los Unionistas, conocedores de la debilidad de los sureños, redoblaron sus esfuerzos para bloquear el camino del ejército enemigo, con una sorprendente marcha de 96 km en tan solo tres días. El objetivo de tan gran esfuerzo fue situar todas las tropas posibles alrededor de los maltrechos restos del ejército confederado.

 Lee, desconocedor de esta situación, se reunió con sus mejores oficiales para explicarles la táctica a seguir el día siguiente, el 9 de abril de 1865. El objetivo era abrirse paso entre las líneas Unionistas sin entablar batalla, a fin de poder reestructurar el ejército en Virginia. Pero cuando el ejército sureño comenzó a replegarse, se topo con la pinza que los soldados de la unión habían preparado.

 Lee se vio perdido y, tratando de evitar un baño de sangre, rindió la bandera rebelde al joven General Custer. Hasta el estallido de la guerra civil, los Estados Unidos eran un país con dos sistemas económicos que funcionaban simultáneamente. Los estados del Norte, a diferencia de los del Sur, habían abolido la esclavitud hacía décadas, en tanto apostaba por el sistema económico industrial que buscaban empresarios y políticos del Norte, menos apto para cultivos como el algodón, exportado a Inglaterra desde los estados del Sur.

 La esclavitud nunca podría funcionar bien en un sistema económico basado en la industria y con una población mayoritariamente urbana, pues la moneda y el dinero son factores cruciales para una organización social de estas características. De todas maneras, la cama y comida a cambio de trabajo a destajo que existía en las economías esclavistas bien podría ser suplantada a cambio de un salario de subsistencia que alcanzara para lo mismo, o sea cama y comida.

La diferencia principal entre lo que recibían en el siglo XIX el esclavo del amo y el asalariado del patrón, era que al recibir un salario el trabajador posee una limitada capacidad de elección personal acerca de que bienes consumir o dónde vivir, mientras que en la economía esclavista el esclavo es un ser inferior, equiparable a las bestias que se usan para el trabajo en los campos y que no puede poseer siquiera el derecho a su propia vida, de la cual puede ser despojado por el amo.

La posibilidad de la existencia de dos sistemas económicos, industrialismo y esclavismo latifundista, estaba garantizada por una ley que reglamentaba las zonas geográficas donde cada sistema podía operar.

Hacia mediados del siglo XIX la economía norteamericana todavía era muy limitada en comparación con la británica, aunque se encontraba en claro crecimiento. Si bien ya había acaudaladas familias banqueras, terratenientes e industriales en suelo norteamericano, el poder financiero real estaba situado en Londres.

 Por su parte, el Imperio Británico estaba en su apogeo y poco tiempo antes había liderado dos cruentas guerras contra el imperio chino, a fin de que el emperador chino dejara pasar el opio que los británicos producían en la India, merced al trabajo de millones de indios. Los británicos querían vender el opio libremente en China, dada la afición de su pueblo a esa droga, y sabiendo que un ejército adicto al opio sería fácil de derrotar, por lo que China se convertiría en un imperio fácil de controlar y dominar.

Los británicos buscaban equilibrar la deficitaria balanza comercial que poseían con China, que exportaba productos a Gran Bretaña pero no le compraba prácticamente nada. La producción de opio en la India, controlada por los ingleses de la British East India Company, de la cual eran socios la corona británica y las más ricas familias de la élite financiera, serviría para impedir la pérdida de reservas británicas de oro, expoliando las chinas, mantener a Londres como centro financiero y comercial del mundo, y debilitar al Imperio Chino.

Las teorías del libre comercio florecieron especialmente en esa época, la primera mitad del siglo XIX, dado que constituían una poderosa arma ideológica para que China no prohibiera las importaciones de opio ni les cargara arancel alguno, a pesar de la altísima nocividad de esa droga. Buena parte de toda la ideología liberal alrededor del individualismo y el libre comercio se basa en esas necesidades comerciales y geopolíticas que los británicos empezaron a experimentar, y no sólo con China, tras la definitiva derrota de Napoleón Bonaparte en 1814.

Dentro de este panorama, en el que Londres era la metrópolis mundial, su esquema de dominio del planeta se completaba con el comercio de esclavos y la compra de materias primas muy baratas, a fin de mantener la solidez que la industria británica venía experimentando desde la revolución industrial de mediados del siglo XVIII. Si bien esos bienes industriales no podían ser vendidos en China, Europa era un comprador incondicional y los Estados Unidos también los necesitaban.

Por lo tanto, el panorama comercial y financiero británico se completaba con el tráfico de esclavos desde África a los Estados Unidos, la compra de materias primas norteamericanas, provenientes de sus propias colonias, que resultaban muy baratas al ser producidas con mano de obra esclava. También era importante la transformación de esas materias primas en Gran Bretaña y la venta de sus productos industriales, tanto en Europa como en los Estados Unidos, a cambio de oro.

Dentro de este esquema el esclavismo norteamericano era funcional a los intereses británicos. La derogación de la esclavitud, que Abraham Lincoln promulgó al inicio de su mandato, incrementaría considerablemente los costos de las materias primas que Gran Bretaña compraba en los Estados Unidos, consolidando a este país como un importante rival comercial e industrial.

Ello fue la causa fundamental en la decisión tomada por la élite inglesa para financiar a los estados agrícolas y esclavistas sureños, a fin de que declararan su independencia del Norte industrialista, se armaran hasta los dientes y sostuvieran una cruenta guerra civil. En realidad, la banca inglesa financió en un inicio a ambos bandos, como era su costumbre, pues podía obtener beneficios de una larga confrontación.

El país percibido como rival, los Estados Unidos, podía debilitarse muy considerablemente con una guerra civil, tal como efectivamente ocurrió. Pero los objetivos iban mucho más allá. El deseo británico era dividir a los Estados Unidos en dos países diferentes, o propiciar un triunfo de los estados sureños, con la consecuente restauración legal del sistema económico esclavista.

A pesar de financiar la compra de armas por parte de ambos ejércitos, el Sur era mucho más domesticable con respecto de los intereses británicos que el díscolo y peligroso Norte. No hay que olvidar que el Partido Demócrata estaba controlado financieramente por un agente de la casa Rothschild. Se trataba de August Belmont.

Y es que hasta bien entrado el siglo XX, exactamente hasta la depresión de los años treinta, el partido que defendía los intereses de los pobres y los desposeídos en los Estados Unidos no era el Demócrata, salvo durante el corto liderazgo de William Jennings Bryan, sino el Republicano. Fue Franklin Delano Roosevelt durante sus largas presidencias (1932-1945) quien introdujo ese cambio al dar trabajo a negros y pobres con políticas keynesianas para salir de la recesión. No es casual que casi todos los presidentes muertos asesinados antes de Kennedy, como Lincoln, Garfield o McKinley, fueran todos republicanos.

Hasta la irrupción de Franklin Delano Roosevelt el partido de la gente común era el partido Republicano de Lincoln, primer presidente de esta organización. Pero es cierto que el Partido Republicano empezaría a ser también un sólido aliado de la élite desde que, en 1901, Theodore Roosevelt accedió al poder.

Una muestra de esta anterior independencia de los republicanos la daba Lincoln durante la propia guerra civil, dado que fue él quien decidió dejar de endeudarse con la banca británica, que resultaba especialmente onerosa para los Estados Unidos, dados los altos intereses que imponía.

Asimismo decidió emitir una moneda nacional sin respaldo en oro ni plata, tal como hoy ocurre con todas las monedas del mundo. Se trataba del greenback, originariamente llamado así por su color, pues su primera función fue pagar al Ejército, cuyo uniforme era verde.

Esa decisión de Lincoln terminó de enfurecer a la élite inglesa, ya distanciada de él por sus políticas antiesclavistas y contrarias al libre cambio, y selló su suerte. Se había convertido en un personaje incontrolable para la élite y podía llegar, tras la guerra, a decidir continuar con las emisiones de greenback, con lo cual los Estados Unidos, si seguían unificados como nación, podrían independizarse financieramente de la tutela británica, basada en el anclaje de las diversas monedas al oro o la plata, que eran custodiados, sobre todo, por los bancos ingleses basados en Londres.

Lincoln estaba bastante más solo de lo que se cree, como muchos años más tarde lo estaría Kennedy. Ya durante la guerra civil recibía presiones, a veces de su propio partido, a fin de hacer concesiones a la banca británica.

 Fruto de esas presiones nació la National Banking Act (Ley de la Banca Nacional), mediante la cual se creaba una especie de banco central norteamericano anterior al FED. Ese banco central era privado como su sucesor y sus acciones estaban en manos de la banca inglesa y sus agentes más prominentes de Wall Street. Sin embargo, Lincoln y sus partidarios habían logrado que tuviera severas limitaciones.

En primer lugar, la emisión de papel moneda estaba limitada y supervisada por el Congreso. En segundo lugar, si bien se estipulaba que el Estado depositaría en él sus reservas, ello no revestía un carácter obligatorio. En tercer lugar, y en forma muy importante, no se trataba de un banco monopolista en la emisión de papel moneda.

Como se observa, la élite inglesa y su socia menor de Wall Street habían conseguido sólo a medias su objetivo de controlar la emisión de moneda y las reservas de los Estados Unidos. Por lo tanto no sólo la emisión de greenback ponía a los banqueros ingleses en una actitud muy recelosa con respecto a Lincoln.

Las leyes decididas por Lincoln les hacían suponer que tarde o temprano su presencia como presidente de los Estados Unidos se convertiría en un grave problema. En esas circunstancias, si el Norte vencía, las consecuencias iban a resultar aún peores.

Fue precisamente por esta causa que, en las postrimerías de la guerra, en Gran Bretaña se llegó a pensar muy seriamente en intervenir militar y oficialmente a favor del Sur. Fue la actitud del zar Alejandro II, asesinado años más tarde, que amenazó claramente a los ingleses con ayudar tanto económica como militarmente a Lincoln en caso de que intervinieran, lo único que los disuadió de participar en una confrontación ajena, motivada y financiada por ellos.

 Era tan serio el conflicto entre el gobierno norteamericano y la asociación de la banca inglesa y sus aliados de Wall Street, que aun durante la guerra y poco antes de ser asesinado, en 1865, pronunció una célebre frase en un discurso efectuado, al no poder evitar la National Banking Act, introducida en el Congreso por iniciativa de Salomon Chase, secretario del Tesoro hasta 1864 y agente de los Rothschild en los Estados Unidos. El Chase Manhattan Bank, hoy J. P. Morgan-Chase, fue bautizado así en su honor.

Dijo Lincoln: “El poder del dinero es un parásito de la nación en tiempos de paz, y conspira contra ella en tiempos de guerra. Es más despótico que las monarquías, más insolente que las autocracias y más egoísta que las burocracias.

Veo en el corto plazo una crisis aproximándose que me inquieta y me hace temblar por el futuro de la nación: las corporaciones han sido entronizadas, una era de corrupción en los más altos cargos le seguirá.

El poder del dinero intentará prolongar su reinado trabajando entre los prejuicios del pueblo hasta que la riqueza sea acumulada por unas pocas manos y la república sea destruida“. En 1865 Lincoln acababa de ser reelegido, cosa impensable unos meses antes, dado que no se preveía la rápida derrota del Sur hacia mediados de 1864, lo que incrementaba su impopularidad.

Lincoln ya estaba totalmente enfrentado a los intereses de la industria londinense, que quería algodón barato del Sur y exportar sin trabas sus productos industriales a los Estados Unidos. Pero aún estaba más enfrentado con la banca británica y muy buena parte de los intereses de Wall Street. El repunte de su popularidad antes de las elecciones de finales de 1864, y su victoria en las mismas, también iban a significar su muerte.

Dentro de los estrechos márgenes en los que se movía, Lincoln sólo pudo seleccionar como vicepresidente a Andrew Johnson, un demócrata sureño, de un partido lleno de políticos generalmente racistas y socios incondicionales de la banca inglesa en aquella época. La élite se puso muy contenta, dado que bien podía aprovechar su victoria y a la vez preparar el asesinato de Lincoln sin poner en jaque el sistema vigente en los Estados Unidos.

El asesinato de Lincoln se llevó a cabo días después del fin de la guerra, en el teatro Ford. Un actor, John Wilkes Booth, lo asesinó de un tiro por la espalda, se lanzó al escenario y ante la sorprendida concurrencia exclamó: “Así mueren los tiranos. El Sur ha sido vengado“, tras lo cual huyó. En lo que respecta al asesinato de Lincoln, nadie puso en duda de que se trató de una conspiración, dado que un grupo de personas fue ahorcado a los pocos meses por complicidad con Booth.

Pero se trató de otra pista falsa. El problema, que nunca se dilucidó oficialmente, a lo cual contribuyeron tanto la prensa norteamericana como los historiadores oficiales, fue entender cuáles habían sido los reales alcances de la conspiración. Todo indica que sólo se cortaron los escalones más bajos de la conspiración.

Se sabía que los servicios secretos de los estados sureños, organizados a imagen y semejanza de los británicos, hacía tiempo que estaban planeando matar a Lincoln. Para esos fines se habría utilizado una sociedad secreta llamada “Knights of the Golden Circle” (Caballeros del Círculo Dorado).

Esta oscura sociedad ya había cambiado tres veces de nombre en sólo unas pocas décadas de vida. Y ello mostraba la gran habilidad de las sociedades secretas para aparecer y desaparecer sin disolverse. El cambio de nombre torna inocente a la nueva sociedad con respecto a los delitos de la anterior.

De hecho, apenas producida la muerte de Lincoln, el mismo año 1865, esta sociedad secreta volvió a cambiar de nombre. Bajo la asesoría del general sureño Albert Pike, el masón más importante del mundo en aquella época, junto al italiano Giuseppe Mazzini, aquella sociedad se convirtió en el lamentablemente famoso Ku Klux Klan.

Pero no bastaba con que una poderosa sociedad secreta estuviera detrás del asesinato de Lincoln. Se necesitaba un alto grado de complicidad interna para que fuera llevado a cabo. Al respecto, Edwin Stanton, el secretario de guerra de Lincoln y opositor suyo varias veces durante la guerra, habría sido uno de los principales traidores, ya que retiró a Lincoln la custodia personal que tenía al dirigirse al teatro Ford.

Distribuyó inicialmente a la prensa fotos del hermano de John Wilkes Booth, en vez de las del propio asesino, cosa que lo tornó invisible. También prohibió al general Ulysses Grant que concurriera al teatro Ford aquella noche, dado que debía sentarse al lado de Lincoln y su fuerte custodia podía llegar a impedir el asesinato.

Y, por si ello fuera poco, liberó de vigilancia un camino de salida de Washington, curiosamente elegido por Booth para escapar. Si bien la historia oficial señala que un policía pudo encontrar y matar a Booth a muchos kilómetros del lugar del hecho, lo cierto es que nadie presenció el episodio ni reconoció el cuerpo, ni siquiera durante el juicio que se desarrolló sobre el caso, dado que Edwin Stanton se negó a declarar dónde estaba la tumba.

Según otras crónicas, habría huido a Gran Bretaña, donde habría vivido el resto de sus días de manera muy lujosa, no sin antes visitar a su madre residente en los Estados Unidos, según señala una pariente suya, Izola Forrester, en un libro titulado This One Mad Act (Este acto de un loco), que desapareció rápidamente de las librerías. La complicidad del Sur y de la banca de Londres en el asesinato de Lincoln va más allá de toda duda.

La orden final la habría dado el ministro de Finanzas del Sur, Judah Benjamin, estrechamente ligado al clan Rothschild. La complicidad del vicepresidente Andrew Johnson también es señalada por muchos autores, dado que luego de muchos años se descubrió que mucho tiempo antes había sido compañero de andanzas de Booth en el estado de Tennessee, donde hasta intercambiaban sus amantes. Más aún, el propio Booth dejó una tarjeta personal con una inscripción manuscrita en el hotel donde se hospedaba Johnson el día antes del asesinato, la cual luego fue descubierta en el bolsillo de su traje.

Y las cosas no terminan ahí. En un escándalo sainetesco. Simon Wolf, jefe de B’nai B’rith, otra organización secreta estrechamente ligada con los intereses de la banca londinense, admitió muchas décadas más tarde, en su obra Presidents I have known (Presidentes que conocí), que el día del asesinato tomó unas copas con Booth y conversó un buen rato con él, a pesar de no conocerlo de antes, sólo por no ser descortés.

Lo más curioso es que en la misma obra de 1918, no reeditada, Wolf señala que su propio parecido físico con Booth, que era realmente sorprendente, lo llevó a posar para un pintor que quería retratar el asesinato de Lincoln en la escena del crimen.

 Es curioso, pero lo cierto es que el compañero de copas de Booth del día del atentado terminó realizando para la ficción lo que Booth ejecutó en la realidad. Por si ello fuera poco, cabe preguntarse si horas antes de cometer el asesinato, Booth estaba lo suficientemente relajado para tomarse unas copas y charlar con un desconocido que casualmente era jefe de una sociedad secreta contrapuesta a los intereses de Lincoln. Además, debemos señalar que tanto Stanton como el propio vicepresidente de Lincoln, Andrew Johnson, eran también miembros de sociedades secretas.

Ambos figuran en la misma lista de prominentes masones que el especialista masónico Alien E. Roberts muestra en su obra House Undivided (La Casa Indivisa ), en la que muestra que los masones del Norte y del Sur se ayudaron todo el tiempo entre sí durante la Guerra Civil, impidiendo que las logias fueran quemadas en los asaltos de diversas ciudades, mientras que las demás propiedades eran a veces devastadas hasta los cimientos.

Es sabido que, al menos desde 1717, el jefe máximo de la masonería mundial es, en teoría, la Corona británica, y que su obra está al servicio de los intereses financieros británicos y ahora estadounidenses, por más que los propios masones, excepto los de la cúpula, no lo sepan.

Lo cierto es que con el asesinato de Lincoln y el acceso al poder de su vicepresidente sureño Andrew Johnson, se dejaron de emitir los greenback sin respaldo, se rescataron todas las emisiones anteriores por moneda con respaldo en plata y oro, como Londres y su banca deseaban, y se promulgó una Ley de Quiebras en todo el país, que facilitó enormemente que los terratenientes de enormes latifundios del Sur, técnicamente quebrados por la guerra, pudieran mantener la propiedad de sus cuantiosas tierras

. Y los esclavos obtuvieron la libertad de volver a elegir al mismo amo como patrón. Por eso, la tierra, en vez de ser trabajada por esclavos ahora lo era por libertos que seguían viviendo en las mismas y, a veces, mucho peores condiciones que antes.

En 1881 encontraremos otra extraña muerte de un presidente norteamericano, según la historia oficial, a manos de un “loco suelto con un arma“. Esta vez se trata de uno de los más de 20 presidentes norteamericanos miembros de una sociedad secreta, uno de los más poderosos masones de la época y de los más importantes generales de la Guerra Civil.

Probablemente creyó que podía manejar el país de la misma manera en que los ejércitos y las sociedades secretas son manejadas, pero se equivocó. James Garfield había ganado las elecciones de 1880 y llevaba sólo tres meses en el poder cuando, en la estación de tren de Washington DC, uno de sus ex partidarios, Charles Guiteau, desequilibrado mental del cual la élite aparentemente supo aprovecharse, le disparó dos tiros.

La razón oficial es que estaba enojado porque Garfield no deseaba nombrarlo como embajador en Francia. Lo cierto es que Guiteau, presuntamente loco, venía amenazando al presidente Garfield mediante anónimos firmados con iniciales, de modo que dejaba en claro que el anónimo era de alguien que todo el mundo podía saber quién era, y no menos de cuatro veces estuvo armado a muy pocos metros de Garfield con la intención de matarlo.

 En sólo tres meses de gobierno, Garfield era un blanco fácil. Pero la pregunta es ¿lo mató o no Guiteau? Si fue él quien disparó, ¿tuvo ayuda? Las crónicas oficiales señalan que el arma elegida por Guiteau era un revólver especialmente lujoso, y que a la salida de la estación ferroviaria en la que disparó lo esperaba un carruaje-taxi que pretendía usar para poder entregarse personalmente a la policía. Como se ve, la historia oficial es en este punto tan ridícula que explica por qué generalmente los historiadores poco y nada hablan del corto período de Garfield en la Casa Blanca.

Durante los 90 días que duró la presidencia de Garfield, todo se dio con una excepcional rapidez, salvo su muerte. Lo cierto es que durante la primera semana de gobierno saltó un escándalo que asombró a la nación. Miembros de la anterior administración habrían estado cobrando comisiones de una empresa de correos, la Star Mail, para sobrevaluar el costo de envío de toda la correspondencia oficial durante años.

El escándalo envolvía a miembros del círculo del anterior presidente Rutherford Hayes, republicano como Garfield, y dañaba seriamente los intereses de las compañías ferroviarias, que también eran dueñas del correo privado. Pero con los ferrocarriles no se podía jugar sin pagar altos costos personales. A Garfield le dispararon nada menos que en la estación ferroviaria de Washington DC, tal vez como un mensaje a su sucesor.

Garfield no tapó el escándalo de su predecesor y ordenó investigarlo con rapidez. A las pocas semanas recibió información de que aclarar definitivamente el tema suponía enlodar a su partido.

Pero Garfield no se amilanó y decidió ir a fondo con el asunto, al tiempo que se enfrentó abiertamente con el poderoso senador de Nueva York Roscoe Conkling, también republicano, que deseaba nombrar en la jefatura de la aduana neoyorkina a un personaje proclive a dejar pasar mercaderías importadas de Londres sin cobrar los aranceles. Garfield bloqueó esa decisión, nombró a otra persona y provocó la caída de Conkling, que era un poderosísimo personaje en el Partido Republicano.

 La otra medida importante que pudo tomar en su escaso tiempo de mandato fue rescatar una costosa emisión de deuda del Tesoro norteamericano, que había sido hecha al 6% anual, y canjearla por bonos que pagaban solamente el 3%, factor que dañaba los intereses de la élite de Wall Street, relacionada con la de los ferrocarriles.

Evidentemente, en muy pocas semanas James Garfield se había enemistado con todo su partido, con la gente del anterior presidente Hayes, con el senador más poderoso de los Estados Unidos, Conkling, con la élite de negocios de Wall Street, y con la élite de Londres que veía cómo ahora sus mercancías debían pagar aranceles en el puerto de Nueva York. No debe extrañar entonces su rapidísima ejecución.

Con su sucesor, el vicepresidente Chester Arthur, los escándalos que Garfield destapaba iban a volver a taparse para siempre. Las investigaciones no llegaron al fondo y nunca hubo siquiera procesados por el escándalo de las comisiones. Pero hay un dato más que sirve para saber cuán deseada era su muerte por algunos de los miembros más poderosos de la élite.

Ocurre que los dos disparos de Guiteau no mataron a Garfield ni lo hirieron en ningún órgano vital, y a pesar de ello una de las balas no pudo ser extraída por los médicos en nada menos que setenta días de lentísima agonía. El argumento para no extraer la bala era que no podía ser encontrada. Y con el pretexto de encontrar la bala los médicos fueron transformando una herida de solo dos pulgadas. Y ésta es la historia oficial.

 Finalmente Garfield murió a raíz de la infección provocada por los médicos en su herida. Ni la prensa oficial ni la inmensa mayoría de los historiadores financiados por las elitistas universidades norteamericanas abrieron la boca para reclamar una versión oficial más creíble. Quizá sea por eso que la era de Garfield es uno de los períodos de la historia norteamericana de los que menos se habla y se estudia.

Más adelante la élite efectuó otra complicada jugada política que incluyó el asesinato de otro jefe de Estado norteamericano, William McKinley, haciendo aparecer el magnicidio como obra de otro “loco suelto“, un anarquista llamado Leo Colgosz. El asesinato ofrecía a la élite un triple beneficio. Eliminaba a un personaje que nunca fue del todo fiel a los planes elitistas y daba acceso inmediato al poder a Theodore Roosevelt, entonces vicepresidente, que sí que era un servidor incondicional de la élite.

Además servía de propaganda contra los movimientos sociales como el anarquismo, que a comienzos del siglo XX amenazaban con tomar el control de los medios de producción. McKinley, republicano, fue elegido presidente dos veces.

 La primera en 1896 y la segunda en 1900. La causa por la cual su campaña obtuvo una financiación muy abundante, en ambas ocasiones por parte de la élite, fue principalmente el hecho de que se lo consideraba un mal menor frente a quien representaba un verdadero dolor de cabeza para los grandes empresarios, William Jennings Bryan, candidato demócrata en ambas elecciones.

 Era un demócrata fuera de serie, quizás el mejor orador de la historia de los Estados Unidos, y además un personaje que confrontaba radicalmente con las intenciones de la élite. El Partido Demócrata había sido muy manipulado durante buena parte del siglo XIX por August Belmont, un prominente banquero alemán radicado en los Estados Unidos, que era un conocido agente de la poderosa casa Rothschild.

 Belmont alzaba o bajaba el pulgar de los candidatos demócratas cuando lo consideraba conveniente. Sin embargo, la muerte de Belmont en 1890 había hecho que la élite perdiera el control del que había sido su partido, lo cual se notó en las elecciones de 1892 cuando el Partido Demócrata estuvo a punto de impedir que un ex presidente amigo de la élite, Grover Cleveland, alcanzara la nominación y posteriormente la propia presidencia.

 Para las elecciones de 1896, en cambio, William Jennings Bryan ya era el líder indiscutible del Partido Demócrata y por esa época resultaba indomesticable. Era el abanderado de la campaña para que las autoridades relajaran la legislación monetaria y permitieran la libre acuñación y circulación de plata y billetes, respaldados con plata y no con oro.

 La controversia acerca de la plata arroja muchísima luz acerca de lo que estaba sucediendo en la economía norteamericana en la segunda mitad del siglo XIX, y las disputas con lo que todavía era la hegemonía financiera londinense en los recientemente independizados Estados Unidos. La Constitución norteamericana establecía un orden monetario bimetálico. Es decir que tanto el oro como la plata, y los billetes íntegramente respaldados en ambos metales, podían circular libremente.

Sin embargo los Padres Fundadores introdujeron la paridad entre el gramo de plata y el gramo de oro, que quedaba fija e inamovible en una relación de 16 a 1.

Los Padres Fundadores de los Estados Unidos de América fueron los líderes políticos y hombres de Estado que participaron en la Revolución Americana al firmar la Declaración de Independencia de Estados Unidos, participando en la Guerra de Independencia, y estableciendo la Constitución de Estados Unidos.

Dentro del gran grupo conocido como los “Padres Fundadores“, hay dos subgrupos principales: los firmantes de la Declaración de Independencia, quienes firmaron la Declaración de Independencia de Estados Unidos en 1776, y los autores de la Constitución, que fueron delegados a la Convención Constitucional y participaron en la elaboración o redacción de la propuesta de Constitución de los Estados Unidos.

Un subconjunto adicional es el grupo que firmó los Artículos de la Confederación. Muchos de los Padres Fundadores tenían esclavos afroamericanos y la Constitución adoptada en 1787 sancionó el sistema de la esclavitud.

Los Padres Fundadores hicieron esfuerzos exitosos para contener o limitar la esclavitud en los Estados Unidos y sus territorios, incluyendo la prohibición de la esclavitud en la Ordenanza del Noroeste de 1787, y la abolición de la trata internacional de esclavos en 1807.

Algunos historiadores definen “Padres Fundadores” para referirse a un grupo más amplio, incluyendo no sólo a los firmantes y los redactores de la Constitución, sino también a todos aquellos que, ya sea como políticos, juristas, estadistas, soldados, diplomáticos o ciudadanos de a pie, tomaron parte en la guerra de independencia de América y la creación de los Estados Unidos de América.

 En 1973 el historiador Richard B. Morris identificó las siete figuras clave de los Padres Fundadores. Se trataba de John Adams, Benjamin Franklin, Alexander Hamilton, John Jay, Thomas Jefferson, James Madison y George Washington.

 El término “Padres Fundadores” fue acuñada por el presidente Warren G. Harding, entonces un senador republicano de Ohio, en su discurso de apertura de la Convención Nacional Republicana en 1916. Lo utilizó en múltiples ocasiones a partir de entonces. La más importante fue en su discurso inaugural de 1921 como Presidente de los Estados Unidos.

La paridad entre el gramo de plata y el gramo de oro significaba un excelente negocio para la banca londinense. La relación entre la plata y el oro nunca estaba fija en los mercados, sino que fluctuaba. Por ello, si en el mercado europeo la plata se valorizaba y con menos de 16 unidades de plata se compraba una de oro, entonces Nueva York le daba la oportunidad a los banqueros ingleses de realizar un excelente negocio.

 Se trataba de embarcar oro hacia los Estados Unidos y obtener allí 16 unidades de plata por cada una de oro que se vendía allí. Por lo contrario, si el oro en Europa se valorizaba en relación a la plata y se necesitaban más de 16 unidades de plata para comprar una de oro, entonces se embarcaba la plata y se obtenía en Nueva York oro barato gracias a la relación fija de 16 a 1.

Ese sistema bimetálico con paridad fija implicaba, en el fondo, que en los Estados Unidos iba a circular moneda en un solo metal, o bien la plata, o bien el oro, en forma alternativa. Salvo que la relación entre uno y otra en Europa fuera siempre 1 a 16, un metal desaparecía y otro aparecía abundantemente en los Estados Unidos.

 Es curioso que los Padres Fundadores hubiesen concedido tamaña ventaja a la banca inglesa si se estaban independizando. Es una muy buena pregunta. Sólo diremos que varios Padres Fundadores norteamericanos tenían estrechas vinculaciones con los bancos ingleses.

Ese sistema monetario se mantuvo durante casi un siglo, pero luego de varias décadas, lo que era en realidad una gran ventaja para la banca londinense, liderada por la casa Rothschild, se había transformado en un dolor de cabeza para la élite.

Por un lado, el hecho de que en los Estados Unidos circulara siempre el metal que se estaba depreciando más en Londres, fuera oro o plata, suponía una ventaja competitiva para la industria norteamericana, dado que el sistema siempre operaba con un dólar-oro o dólar-plata devaluado frente a la libra esterlina, respaldada solamente por el oro. Esto provocaba un gran problema en Londres, ya que se hacía mucho más arduo exportar bienes industriales a los Estados Unidos.

 Y la clave de la economía inglesa era comprar materias primas baratas en el exterior, procesarlas en Inglaterra y venderlas en el resto del mundo. Pues bien, esto era cada vez más difícil para Inglaterra con un dólar respaldado por el metal que fuera, pero siempre el que se estaba depreciando.

Además, en la segunda mitad del siglo XIX y tras el boom del oro californiano, se estaban descubriendo enormes yacimientos de plata muy barata de extraer. Ello representaba otro enorme problema para la élite. Si la plata se hacía muy abundante, podían aparecer una gran cantidad de pequeñas empresas bancarias que le disputaran el poder.

Como para ser banco había que tener en la caja fuerte oro o plata, fundamentales para emitir papel moneda respaldado en metal, la ventaja de los poderosos bancos ingleses del siglo XIX era que el respaldo fuera siempre en un metal muy escaso. Pero si éste se hacía muy abundante, era imposible impedir la proliferación de nuevos bancos que les disputaran riqueza y poderío financiero.

Fue luego de meditar sobre estos temas que la élite inglesa influyó de manera decisiva para que los Estados Unidos adoptaran el patrón oro y se alejaran del bimetalismo, cosa que se concretó en 1873 mediante una ley ilegal, por ser inconstitucional, escrita por un poderoso representante de la élite financiera.

 La ley es recordada como “El Crimen de 1873“. Se trataba del senador Sherman, el mismo que más tarde escribiría la famosa “ley antitrust” bautizada con su nombre, cuya particularidad consistía en que en realidad permitía que los monopolios u oligopolios se mantuvieran a la sombra de una proliferación de nombres, como sucedió con la Standard Oil.

En 1873 los Estados Unidos abandonaron inconstitucionalmente la posibilidad de respaldar su moneda en plata. Y como la paridad del oro subía, la moneda norteamericana subía también al ritmo del encarecimiento del oro.

 Como consecuencia de ello, el último cuarto del siglo XIX fue especialmente recesivo en Estados Unidos. Varios políticos, sobre todo William Jennings Bryan, comprendieron que la raíz de los males económicos, la desocupación y las agitaciones sociales estaba en el respaldo en oro de la moneda, y comenzaron a reclamar a viva voz la posibilidad de volver a permitir la libre acuñación y circulación de plata.

Pero la mera posibilidad de que ello ocurriera erizaba la piel de la élite financiera inglesa, establecida en Wall Street de la mano del clan Rothschild, de modo que estaba dispuesta a respaldar a cualquier candidato con tal de frenar la candidatura de Bryan, quien venía enfervorizando a las masas. William Jennings Bryan decía: “Les contestaremos a sus demandas de un patrón oro: No vamos a dejar que caiga sobre el trabajo esta corona de espinas. Ustedes no van a crucificar a la humanidad en una cruz de oro“.

 Este fue el más célebre discurso de la historia norteamericana contra la banca londinense, el Patrón Oro y Wall Street, y las masas lo ovacionaban frenéticas. Bryan repetía la frase, y hacía alusión al tema cada vez que podía.

Y podía cada vez más veces y en más lugares. Su irrupción en la escena política, con apenas 36 años, fue un verdadero vendaval, un auténtico terremoto político que estuvo muy cerca de producir consecuencias imprevisibles para la élite, dado que si Bryan lograba realmente acceder al poder y aplicar una agenda de libre acuñación de plata, podía no sólo poner en jaque a la industria británica, ya golpeada esos años, sino derrumbar el oligopolio banquero anglo-norteamericano, todavía en aquellos años asentado predominantemente en Londres. Ello causó que la élite prestara todo su apoyo al único candidato republicano que podía derrotarlo, tanto en 1896 como en 1900. Se trataba de William McKinley, quien daba garantías de continuar con el Patrón Oro.

 En ninguna de ambas elecciones había ningún otro candidato capaz de derrotar a Bryan, y la élite logró sacarse de encima a la peor de sus pesadillas. McKinley se convirtió en presidente, tras una reñida contienda. Pero McKinley era un personaje bastante autónomo. Ya durante su primer gobierno fijó altos aranceles a la importación, a fin de frenar la desventaja comparativa que tenían los Estados Unidos desde que el oro había comenzado a revaluarse fuertemente contra la plata.

A Inglaterra ello no le agradaba nada, dado que se le volvía a dificultar la colocación de sus productos industriales en los Estados Unidos.

Además McKinley no estaba dispuesto a generar una guerra civil en Colombia, con el fin de producir la secesión de Panamá y facilitar así la construcción del famoso canal que estuvo durante casi 100 años bajo control y administración norteamericana.

Pero el certificado de defunción de McKinley fue su decisión de no intervenir ni regular los ferrocarriles, los cuales eran en aquella época el principal negocio privado, a tal punto que empleaban más gente que el propio gobierno federal. Las tarifas ferroviarias habían comenzado a bajar abruptamente y sin parar desde 1877, debido a la durísima competencia de pequeños ferrocarriles, que ofrecían descuentos y bajos precios.

Esta competencia la realizaban contra la red oligopólica de la élite financiera de Wall Street, con Morgan y Harriman, entre otros, que controlaba dos tercios de la red ferroviaria total de los Estados Unidos.

El tercio restante estaba dando enormes dolores de cabeza a los dueños de los principales bancos, que eran también los dueños de la mayor parte de la red ferroviaria. Las pérdidas que sufría la élite en el área ferroviaria no podían ser fácilmente contrarrestadas por ganancias financieras, dado el tamaño de la industria ferroviaria.

La élite solicitó a McKinley que interviniera y regulara el mercado, fijando precios artificialmente altos, prohibiendo descuentos y eliminando todo lo posible a la competencia. Pero McKinley se negó del primero al último día de su gobierno. Fue por eso que para la segunda presidencia de McKinley la élite se cuidó de que lo escoltara como vicepresidente alguien de completa lealtad a la élite y de enorme sagacidad a la hora de manipular a las masas. Se trataba de Theodore Roosevelt. A los pocos meses de reelegido, McKinley había perdido toda utilidad para la élite.

Por otro lado, William Jennings Bryan estaba definitivamente derrotado, y su campaña a favor de la acuñación y circulación de plata estaba enterrada. McKinley no iba a avanzar un solo ápice en la regulación ferroviaria ni en la cuestión del Canal de Panamá, y no dejaba de proteger sectores industriales estadounidenses que no eran prioritarios para la élite financiero-petrolera, cuyo poderío todavía estaba más en Londres que en Nueva York. Matar a McKinley y dejar que Theodore Roosevelt ascendiera al poder era un buen negocio, dado que el vicepresidente apoyaría incondicionalmente los intereses de la élite tanto en el mercado ferroviario como en todos los ambiciosos proyectos que la élite tenía pendientes y que McKinley podía llegar a archivar.

El resultado fue el asesinato de McKinley a manos del anarquista Czolgosz, quien en realidad, luego se descubrió, era miembro de la sociedad secreta “Knights of the Golden Eagle” (“Caballeros del Águila Dorada“), quizás en referencia al propio símbolo monetario norteamericano, el dólar, ya con respaldo, definitivamente, sólo en oro. Leon Frank Czolgosz (1873 –1901) aparentemente fue un anarquista que asesinó al presidente de los Estados Unidos William McKinley al dispararle dos balas a quemarropa el 6 de septiembre de 1901. Czolgosz era un hijo de inmigrantes polacos que nació en el estado de Míchigan, en los Estados Unidos.

Después de contemplar varias huelgas en su juventud, se sintió atraído por el anarquismo, por lo que se dedicó a leer textos socialistas y anarquistas. Dijo haber leído con especial interés los escritos de Emma Goldman y Alexander Berkman. El 6 de septiembre de 1901, durante la Exposición Panamericana se acercó a corta distancia del presidente McKinley quien creyó que se trataba de un admirador.

Despreció la mano que le tendió el presidente y a cambio desenfundó su revólver y disparó dos tiros a quemarropa, causándole heridas de gravedad que lo tuvieron al borde de la muerte hasta el 14 de septiembre, fecha en que falleció. Czolgosz fue sometido a un juicio sumario por medio de un gran jurado.

El proceso en total duró ocho horas desde la selección del jurado hasta el dictado de la sentencia que lo condenó a morir en la silla eléctrica. La sentencia se ejecutó el 29 de octubre en la prisión federal ubicada en la localidad de Auburn en el estado de Nueva York. Obviamente, ser anarquista y miembro de una sociedad secreta con fines políticos, cuando éstas son siempre fundadas por la élite y con muy rígidas jerarquías internas piramidales, son cosas totalmente incompatibles entre sí.

Pero ni la prensa oficial norteamericana ni los historiadores financiados por universidades norteamericanas propiedad de la élite vieron algo raro, y la teoría del “loco anarquista suelto” quedó enmarcada dentro de la historia oficial, de la misma manera que se ocultó todo lo que se pudo la existencia de la sociedad secreta que planeó el asesinato. Con el correr de los meses, la élite se congratulaba de la muerte de McKinley.

Roosevelt regulaba los ferrocarriles tal como la élite deseaba, y simultáneamente anunciaba una inexistente campaña contra los grandes capitales monopólicos. Es más, decía que regulaba para luchar contra los monopolios. Basta una anécdota para saber quién fue realmente este personaje.

Cada presidente norteamericano, cuando es nombrado, selecciona el cuadro de un ex presidente para que lo acompañe en su despacho. Se trata de elegir al ex presidente con quien uno se siente más identificado: ¿Quién eligió recientemente el retrato de Theodore Roosevelt? Nada menos que George Bush padre en 1989, un auténtico maestro a la hora de engañar y desviar la atención.

Mucho se ha dicho y escrito acerca de la muerte de John Kennedy. Hay cientos de libros que hablan acerca de conspiraciones que determinaron su asesinato. Muchos de ellos son excelentes y, sin embargo, esta gran abundancia de material bibliográfico ha jugado a favor de los intereses de quienes lo asesinaron.

Carl Oglesby (1935 – 2011), escritor y académico norteamericano, además de activista político, dijo: “Elementos rabiosamente anticomunistas de la división de operaciones de la CIA, moviéndose a menudo a través de canales extragubernamentales, estuvieron profundamente involucrados en la cúpula del planeamiento del asesinato y del proceso de su ejecución. Al parecer, fueron quienes tomaron la decisión de matar al presidente.

La consideración tuvo un motivo político. Su objetivo era detener el movimiento de John Fitzgerald Kennedy hacia la distensión en la Guerra Fría, y en ello tuvo éxito. Por tanto, debe contemplarse como un golpe de Estado palaciego. Oswald fue un hombre inocente, reclutado para cargar con la culpa. Como él puntualizó: « Yo soy un señuelo.»”. John Fitzgerald Kennedy fue un político norteamericano, trigésimo quinto presidente de los Estados Unidos, nacido el año 1917 en Brookline, Massachussets.

 Durante la II Guerra Mundial sirvió en la Armada como teniente de navío, distinguiéndose en intervenciones bélicas efectuadas en el Pacífico (1943). Asistió como periodista de la cadena Hearst a las conferencias de San Francisco y Postdam. Miembro de la Cámara de Representantes en 1947 y del Senado en 1952, derrotó al republicano Richard Nixon en las elecciones presidenciales de 1960, con lo que pasó a ser el primer presidente católico, y el más joven de la historia de los Estados Unidos.

En 1962, con su bloqueo militar a Cuba para impedir la expansión comunista, provocó una grave crisis mundial. Sin embargo se mostró repetidas veces partidario de una política de acercamiento a los soviéticos. Visitó Francia, Gran Bretaña, Austria, Canadá, Venezuela y Colombia. En el apogeo de su carrera política murió asesinado en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963.

La abundancia de teorías conspirativas sobre su asesinato sólo ayuda a desacreditar esa tesis, pues son tantos los sospechosos de planearlo, tales como la Mafia, los cubanos anticastristas, el FBI, la CIA, el Servicio Secreto, la KGB, Fidel Castro, etc., que termina imponiéndose la tesis oficial de la Comisión Warren acerca de la culpabilidad de un único y solitario tirador, llamado Lee Harvey Oswald.

Pero, ¿qué intereses había detrás de la muerte del presidente de los Estados Unidos?

John F. Kennedy fue asesinado en Dallas, Texas, el 22 de noviembre de 1963. Al día siguiente, el Estado encaraba la investigación oficial del crimen, que produciría el dictamen de la Comisión Warren, que concluyó que no había habido conspiración alguna y que Lee Harvey Oswald actuó como único tirador.

Al mismo tiempo, su hermano Robert R Kennedy solicitó a un amigo de la familia, Daniel Patrick Moynihan, que investigara privadamente dos cuestiones. En primer lugar si el sindicalista Jimmy Hoffa, enemigo acérrimo de los Kennedy, había tenido que ver con el asesinato.

En segundo lugar, si el Servicio Secreto, no la CIA ni el FBI, encargado de la custodia de Kennedy en sus viajes, había sido sobornado para facilitar el asesinato. A los pocos meses, Moynihan le acercó a Kennedy los resultados de su investigación.

Las respuestas a esos interrogantes eran dos no. Sin embargo, Robert no se quedó ni tranquilo ni quieto. Sencillamente no podía creer en la tesis oficial de Oswald como único asesino, y contactó a un ex agente de la inteligencia británica (MI 6) a fin de que efectuara una investigación reservada acerca del asesinato.

 El agente británico fue, a su vez, rápidamente contactado por agentes del servicio secreto francés, que ya estaban analizando e investigando diferentes pistas. Aparentemente, los franceses estaban interesados en saber exactamente quién o quiénes habían ordenado el asesinato, debido a que en años anteriores el propio presidente francés Charles De Gaulle había sufrido dos atentados.

De Gaulle creía que había conexiones entre el crimen de Kennedy y los atentados que había sufrido, y habría ordenado una investigación privada del servicio secreto francés. Desde que el ex agente británico elegido por Robert fue contactado por los servicios secretos franceses, la investigación reservada se habría llevado conjuntamente, y habría durado desde 1964 hasta 1967, cuando Robert Kennedy recibió el informe definitivo.

En ese momento decidió lanzar su candidatura presidencial para las elecciones de 1968. También en 1967, el fiscal Jim Garrison inició su investigación de oficio, pues la oficial había sido cerrada por la Comisión Warren. Garrison había juntado cierta información y algunas pistas acerca de una conspiración, pero no podía avanzar todo lo que quería dado que no tenía pruebas concluyentes contra los eslabones más altos de la cadena que había ordenado el crimen.

Fue por eso que en el juicio en el que actuó como fiscal debió limitarse a incriminar sólo a eslabones intermedios del crimen, tal como puede observarse en el film JFK, de Oliver Stone. Además, se especula que Garrison fue elegido como fiscal del caso precisamente porque se pensaba que no podía llegar a resolverlo, tal como ocurrió. Pues bien, en ese año Garrison recibió una llamada de la editorial europea Frontiers, que estaba a punto de publicar un libro acerca del crimen.

El libro, aseguraba la editorial, resolvía definitivamente el crimen, y Frontiers le ofreció adelantarle el material para que pudiera avanzar en el proceso que llevaba a cabo. Garrison aceptó la propuesta y a las pocas semanas recibió tres cuadernillos con información de lo que más tarde sería L’Amérique Brule (América se quema), escrito por un tal James Hepburn, en francés.

Cuando terminó de leer el material, encontró que encajaba perfectamente con las pistas que él estaba siguiendo, por lo que decidió enviar a Steve Jaffe, un agente propio, a Ginebra, sede de Frontiers, para que se entrevistase con Hepburn.

En Ginebra, Jaffe se sorprendió al advertir que Frontiers sólo tenía una mesa en lo que en realidad era un estudio jurídico. La firma en realidad tenía sede en Vaduz, Liechtenstein, pero allí tampoco había nada que investigar, dado que Frontiers no había existido antes como editorial. Su único proyecto era L’Amérique Brule, así como traducirlo al alemán, el italiano y el inglés.

 El autor, James Hepburn, tampoco existía como tal, sino que se trataba del seudónimo de un francés llamado Henri Lamar. Pero con el tiempo también se descubrió que Henri Lamar era, a su vez, otro pseudónimo. La pista llevaba al servicio secreto francés, o sea al mismo que Robert Kennedy y su ex agente del MI 6 habrían contactado.

Jaffe se dirigió entonces a París donde se entrevistó con el jefe máximo del SDECE (servicio secreto francés), André Ducret, quien obviamente no podía oficializar la investigación que su propio servicio de inteligencia venía haciendo, lo que hubiera significado un problema diplomático con los Estados Unidos. Jaffe pidió a Ducret una entrevista personal con el general De Gaulle a fin de profundizar acerca de las fuentes de la información que le habían acercado a su jefe.

Ante tal pedido, Ducret se retiró de la reunión y volvió al rato con una tarjeta personal de De Gaulle, a la cual el presidente francés había añadido una frase de puño y letra: “Estoy muy impresionado por la confianza que usted depositó en mí“. La señal era clara, la información secreta sobre Kennedy había sido llevada a cabo por el SDECE francés, pero no podía ser oficializada.

 Aun así, el propio De Gaulle la respaldaba. Ello explicaba por qué Frontiers no había existido antes como editorial, por qué el autor del libro escribía bajo seudónimo, y por qué había una buena cantidad de fondos para publicarlo en otros idiomas.

Los franceses avanzaban en la publicación del informe secreto en un libro que se publicaría en cuatro idiomas y Garrison continuaba su trabajo. Mientras tanto, Robert Kennedy, que ya conocía los resultados de la investigación francesa, fue asesinado inmediatamente después de ganar las primarias presidenciales de California, y a pocos días de asegurar en una conferencia de prensa que, en caso de asumir la presidencia de la nación, podría reabrir e investigar hasta el final el proceso judicial oficial del asesinato de su hermano John.

 Lo pudo decir solamente una vez, dado que según la historia oficial otro “loco suelto“, Sirhan Sirhan, lo asesinó, aunque todo indica que éste no pudo ser el asesino real, a pesar de estar armado, pues las balas que mataron a Robert no podían provenir de la ubicación en que se hallaba Sirhan Sirhan durante su discurso.

 El servicio secreto francés se habría puesto en contacto entonces con Ted, el único hermano sobreviviente que actuaba en política, para ver qué línea de acción quería adoptar la familia Kennedy con respecto a la investigación secreta de la muerte de John, sobre todo tras el asesinato de Robert.

 Ted habría declinado en el acto cualquier posibilidad de proseguir. A partir de ese momento el servicio secreto francés se encontró absolutamente solo con los resultados de la investigación. Y la que realizaba Garrison no llegaba lo suficientemente arriba ni había acumulado pruebas necesarias para implicar a los personajes más poderosos que habían planeado la muerte del presidente.

 Los franceses se enfrentaron entonces a la necesidad de concluir su participación en la tarea. No encontraron ninguna editorial norteamericana ni inglesa que deseara publicar el libro en los Estados Unidos o el Reino Unido, a pesar de su éxito en Francia, Alemania e Italia, países en los que podía leerse en tres idiomas. Finalmente se decidió publicarlo en inglés en Bélgica con otro título, Farewell America (Adiós, América), y enviar los ejemplares por barco al Reino Unido y, vía Canadá, a los Estados Unidos.

 Sin embargo, el FBI ya estaba al tanto sobre la actividad editorial de los franceses, por lo que les solicitó a las autoridades canadienses que bloquearan la posibilidad de que el libro entrara en los Estados Unidos. Como no había causa legal para impedir la entrada de los libros desde Canadá, las autoridades de ese país se inventaron un impuesto a los libros publicados en Bélgica e importados a Canadá.

El impuesto era retroactivo, por lo que la existencia de Farewell America en los puertos canadienses era ilegal. Los libros fueron confiscados por Canadá en 1969 y permanecieron en un depósito durante quince años, hasta cuando fueron finalmente eliminados.

 La mitad de los libros habrían sido comprados por el propio FBI, a fin de ser incinerados, y la otra mitad por un particular llamado Al Nevis, quien resistió presiones y hasta persecuciones del FBI para que se los vendiera. Como se ve, Farewell America es un libro sumamente particular.

Sólo en 2002 fue publicado por primera vez en los Estados Unidos, cuando ya no podía causar el daño irreparable que podría haber ocasionado a la élite y al gobierno de los Estados Unidos, pues el caso Kennedy está cerrado desde hace varios años, y ya no puede tener casi impacto en la escasa prensa independiente de los Estados Unidos.

La propia historia del libro revela, entonces, que su contenido es vital para entender lo que le sucedió a John Kennedy y el por qué.

 Y su propia historia ayuda a entender por qué fue asesinado su hermano Robert, quien habría podido producir un auténtico escándalo de proporciones mundiales si, en caso de ser elegido presidente, cosa sumamente probable, reabría la causa judicial acerca de la muerte de su hermano John.

Podemos entender el valor que posee ese libro y nos permite entender los factores que condujeron al asesinato de su hermano Robert. Farewell America informa que el candidato predilecto de la élite en las elecciones de 1960 no era Kennedy sino Nixon, que había mostrado un mayor grado de sumisión a los más poderosos empresarios de los Estados Unidos.

 Sin embargo, la candidatura de Kennedy era tolerada por el hecho de que descendía de una familia patricia y rica, que en el pasado había sido socia de la élite. El padre de John, Joe Kennedy, había sido embajador en Gran Bretaña en tiempos de la Segunda Guerra Mundial, función que revela las importantes relaciones de la familia.

Además, hasta muy poco tiempo antes de la elección, Nixon aparecía como favorito en las encuestas, por lo que no se consideraba que Kennedy tuviera grandes oportunidades. Sin embargo, Kennedy ganó. Y sus acciones de gobierno enseguida se mostraron claramente contrarias a los deseos de la élite y sus socios del aparato industrial-militar. A inicios de los años sesenta la Guerra Fría pasaba por uno de sus peores momentos, y los halcones del Pentágono no deseaban enfriar el enrarecido clima que se había generado con la Unión Soviética.

Inclusive no se descartaba una guerra. El Caso Cuba, que había sido resuelto pacíficamente entre Kennedy y Kruschev en octubre de 1962, podría haber significado el inicio de una tercera guerra mundial, si los misiles rusos no hubieran sido retirados de la isla, dado que a Kennedy no le habría quedado otra salida que bombardear las instalaciones de mísiles cubanas.

Pero el hecho de que el conflicto se hubiera resuelto pacíficamente había enojado mucho a algunos de los militares más poderosos del Pentágono, los fabricantes de armas y los cubanos anticastristas residentes en Florida. Todos ellos rechazaban el acuerdo por el que, si Rusia retiraba sus misiles, los Estados Unidos harían lo mismo con los suyos en Turquía.

Pero la actividad antibélica de Kennedy no sólo hacía improbable una guerra abierta con la Unión Soviética o una invasión a Cuba. También hacía imposible pensar en una escalada en la guerra de Vietnam, como la que finalmente se produjo bajo su sucesor Lyndon Johnson. Kennedy, que inicialmente se había prestado a un aumento en las actividades norteamericanas en Vietnam, venía planeando un retiro total de las tropas del sudeste asiático para fines de 1964, y lo había hecho saber.

Los generales más recalcitrantes del Pentágono y las principales empresas bélicas eran los primeros damnificados por la actitud pacifista del presidente, pero no eran de manera alguna los únicos. La industria petrolera era la otra gran perdedora, dado que una de sus intenciones era explorar la costa vietnamita, que en aquellas épocas se consideraba, erróneamente, como una zona con muy vastas posibilidades petroleras a medio plazo. Kennedy habría advertido rápidamente que debía enfrentar la oposición de esos sectores a sus planes, pero no se quedó atrás ni se amedrentó.

A fin de dificultar la oposición a sus medidas pacifistas, emitió un decreto por el cual los Estados Unidos se reservaban la posibilidad de incautar recursos naturales propiedad de empresas norteamericanas en el exterior, en caso de guerra. La advertencia a las petroleras era clara, si había guerra podían perder, y mucho. Quizá creyó que así podía fracturar el inmenso bloque empresarial que se le oponía, y a la vez impedir la guerra.

Aunque fuertes, aquéllos estaban lejos de ser los únicos gestos hostiles hacia la élite que Kennedy tomaría en su corto mandato de poco menos de 3 años.

Emprendió una suerte de cruzada contra el monopolio interno que ejercía la United Steel, principal fabricante estadounidense de acero, cuyos constantes aumentos de precios eran interpretados por Kennedy como operaciones monopólicas que afectaban la salud de la economía y el bolsillo de los norteamericanos. Los empresarios vieron con temor esa medida del presidente, quien mediante claras amenazas públicas logró hacer retrotraer los precios del acero

. Sin embargo, la principal medida que tomó Kennedy y que habría sellado la suerte tanto de su gobierno como la de él mismo, habrían sido dos disposiciones contra los intereses del sector petrolero oligopólico. Concretamente, al momento de su muerte Kennedy proyectaba una rebaja del “oil deployment allowance“, que más tarde le daría fuertes dolores de cabeza a Richard Nixon.

 Pero principalmente fue autor de una ley, la “Kennedy Act“, aprobada finalmente el 17 de octubre de 1963, apenas un mes antes de su muerte, por medio de la cual a las corporaciones norteamericanas se les igualaba la tasa de impuestos de las utilidades distribuidas con la de las ganancias reinvertidas en el exterior.

Si bien la medida era para todos los sectores económicos, afectaba especialmente los resultados de las petroleras, y sobre todo en lo que competía a sus vastos yacimientos en el exterior, cuyos beneficios estaban exentos del impuesto a las ganancias porque no estaban gravados. Como las petroleras norteamericanas se estaban expandiendo rápidamente en todo el mundo, esto afectaba de manera muy determinante sus intereses.

Después de la aprobación de la “Kennedy Act“, el sector petrolero debía pagar el 35% de impuesto a las ganancias por todos sus importantes beneficios en el exterior. Kennedy había considerado, muy correctamente, que las petroleras gozaban de una muy injusta ventaja sobre otros sectores, al no pagar impuestos por sus cuantiosas actividades en el exterior. Con esta ley habría sellado su suerte. La élite, según Farewell America, habría formado un comité con la función de planear la muerte del presidente.

Éste habría estado formado, entre otros, por el petrolero texano H. Lafayette Hunt y el general halcón del Pentágono Edwin Walker, degradado poco tiempo atrás por Kennedy debido a sus expresiones públicas acerca de la necesidad de un enfrentamiento bélico con la Unión Soviética. Sin embargo, según se desprende de la investigación francesa, éstos no habrían sido los autores intelectuales del crimen, sino los encargados de planearlo para que no hubiera fisuras. Había que planificarlo detenidamente, dado que Kennedy se movía por todos lados con su custodia del Servicio Secreto.

Era necesario comprar complicidades, contratar tiradores infalibles, encontrar un candidato para que fuera culpado del hecho, desviar cualquier intrusión molesta de la policía texana y del FBI, manipular la actividad de la prensa, etc.

 El comité habría hecho todo eso y habría contado con el apoyo y la complicidad del FBI y su poderoso jefe J. Edgar Hoover, la policía texana, según Farewell America muy corrupta y complaciente con los grandes empresarios de la zona, altos cuadros de la CIA, muy enojada con Kennedy desde la expulsión de su jefe, Allen Dulles, y con un auténtico escuadrón de personas relacionadas con la Mafia y los cubanos anticastristas, quienes iban a llevar a cabo el crimen a nivel operativo.

O sea, se trató de un crimen diseñado en 3 niveles: operativo, táctico y estratégico. Farewell America detalla cómo hasta el itinerario seleccionado para el automóvil presidencial de aquel fatídico 22 de noviembre de 1963 estaba diseñado para que la velocidad del vehículo que conducía a Kennedy no pudiera sobrepasar en algunos sectores los 30 kilómetros por hora y se facilitara el crimen, de cuya complicidad no habría escapado ni siquiera el propio chofer, quien conducía a una velocidad extremadamente baja en algunos sectores del trayecto y no habría acelerado lo suficiente después del primer impacto de bala, lo que facilitó el segundo, que fue mortal.

 La Mafia se habría prestado muy gustosa a ceder parte de sus cuadros para realizar el asesinato, dado que tanto John como Robert Kennedy habían demostrado ser, desde un primer momento, enemigos encarnizados de la Cosa Nostra, al intentar luchar mucho más que sus antecesores contra el crimen organizado. Todo habría sido preparado hasta en sus mínimos detalles. Incluso el automóvil en el que era conducido el presidente, una limusina descubierta, el vehículo ideal para facilitar un atentado, fue proporcionado por el propio FBI.

La conclusión a la que arribó el servicio secreto francés en Farewell America es básicamente la misma a la que luego llegaría Oliver Stone en su film JFK. Hubieron tres tiradores como mínimo, y probablemente cuatro. Ninguno de ellos habría sido Lee Harvey Oswald, quien engañado, habría sido seleccionado desde meses atrás para representar el papel de asesino.

Ése era el aporte de la CIA, enfrentada a Kennedy por el freno que éste ponía a la invasión de Cuba y por la expulsión de su jefe más querido, Allen Dulles. Datos posteriores al libro, que apareció en 1968 y que pudo leerse marginalmente en los Estados Unidos a partir de 1984, revelan que la versión contenida en el mismo es sumamente ajustada a la realidad.

Por ejemplo, un testimonio de 1992, casi veinticinco años después de la publicación, de la amante del ex presidente Lyndon Baines Johnson, Madeleine Brown, quien además fue madre de Steven, un hijo suyo, señaló que la noche anterior al crimen de Kennedy presenció que se habían reunido, a puertas cerradas, en la casa del petrolero Clint Murchison, en Dallas, el también petrolero Haroldson Lafayette Hunt, J. Edgar Hoover, máximo jefe del FBI, Richard Nixon, Clyde Toison (FBI), John McCloy, ex presidente del Chase Manhattan Bank y hombre de confianza de la ex Standard Oil, y Harvey Bright, empresario petrolero.

 El vicepresidente Lyndon Johnson llegó tarde a la reunión. Al cabo de la misma, Johnson se despidió de Madeleine Brown diciéndole al oído: “Desde pasado mañana esos malditos Kennedy no me van a volver a avergonzar. No es una amenaza, es una promesa“. Lo cierto es que con el texano Lyndon Johnson en el poder, los militares y las empresas de armas lograron que la guerra de Vietnam, lejos de acabar en corto tiempo, se profundizara a límites impensados. Asimismo, las empresas petroleras vieron cómo caía en el archivo la posible reducción de la “oil deployment allowance” planeada por Kennedy.

El asesinato habría sido recibido con beneplácito, además, en algunos de los más poderosos despachos de Wall Street, dado que John Kennedy había comenzado a emitir dólares desde el Departamento del Tesoro, rompiendo con la costumbre de que sólo el Banco de la Reserva Federal (FED) emitiera moneda. El FED es, y siempre fue, un banco privado propiedad de los más poderosos financieros de Wall Street. Tal actitud podía sentar un peligroso precedente para la élite financiera, dado que era un paso para quitarle a los banqueros privados la potestad de la emisión de moneda en los Estados Unidos.

 Por otra parte, también había despertado alegrías en la NASA, agencia a la cual el presidente había intentado bloquearle en un principio buena parte del presupuesto, dado que prefería distribuir el presupuesto de otra forma.

Los principales proveedores de la NASA son las propias empresas de armas que firman multimillonarios contratos con el Pentágono y Kennedy no deseaba llevar adelante costosos proyectos espaciales, sino distribuir esos fondos equitativamente.

Habría sido el propio Lyndon Johnson, muy relacionado con la NASA, quien habría mediado ante Kennedy para lograr que no se bloquearan partidas presupuestarias de la agencia espacial, frente a lo cual Kennedy habría transigido a regañadientes, fomentando la carrera espacial con el fin de que las empresas armamentistas estuvieran atareadas proveyendo a la NASA y ganaran dinero de esa forma, a fin de que no lo presionaran para generar más guerras.

 La prensa oficial norteamericana no sólo hizo oídos sordos ante las evidentes señales de que había habido una muy poderosa conspiración detrás del crimen de Kennedy, sino que incluso miró para otro lado cuando surgían las pruebas. Por ejemplo, cuando la propia Madeleine Brown apareció en 1992 en un show televisivo llamado A current affair, en el que hizo por primera vez sus explosivas declaraciones luego volcadas en su libro Texas in the morning, silenciado también por la prensa al servicio de la élite.

Asimismo, el fiscal del reabierto caso Kennedy en los años sesenta, Jim Garrison, quien fue designado como fiscal del caso precisamente porque no se trataba de un investigador demasiado sagaz, escribió un libro con las memorias de sus investigaciones sobre el juicio. Dicho libro se tituló On the Trial of the Assassins (En la búsqueda de los asesinos).

 En él cuenta algunos entretelones de la investigación que sólo pudo llegar hasta escalones bajos, los niveles operativos del asesinato, que funcionaban específicamente en Nueva Orleans, de la complicada maraña que condujo hasta el crimen. En las páginas 30 y 31 de dicho libro dice que algunas de las reuniones secretas del equipo operativo se desarrollaban en un lugar que funcionaba a metros de la Oficina de Inteligencia Naval, del Servicio Secreto, dependiente del Departamento del Tesoro, y del cuartel general de la CIA en la ciudad de Nueva Orleans.

Pero el dato no termina allí, pues los cuarteles generales de la CIA y el FBI en Nueva Orleans funcionaban dentro del Templo Masónico de la ciudad en los años sesenta. Es algo que no debe extrañarnos. Debemos recordar las palabras que expresó el propio John F. Kennedy en su discurso público sobre sociedades secretas y medios de prensa el 27 de abril de 1961, en el Waldorf Astoria, en el que embistió frontalmente contra las sociedades secretas y contra todo el sistema de prensa norteamericano.

Ese discurso fue redactado tras el fallido intento de la CIA de invadir Cuba. Dicha agencia le había solicitado a Kennedy por teléfono, infructuosa y sospechosamente, una autorización de último momento a través de su jefe Allen Dulles, luego expulsado, nada menos que en la madrugada del propio día del desembarco en Bahía Cochinos.

En un fragmento de su más importante discurso, Kennedy dijo: “La propia palabra “secreto” es repugnante en una sociedad libre y abierta, y nosotros, como pueblo, estamos inherente e históricamente opuestos a las sociedades secretas, los juramentos secretos y los procedimientos secretos“. Kennedy declaraba eso en el mismo discurso en el que criticaba durísimamente al sistema de prensa norteamericano.

 En el mismo discurso dijo: “Se nos opone alrededor de todo el mundo una monolítica y despiadada conspiración que se apoya, primariamente, en medios encubiertos para aumentar su esfera de influencia (…)

Es un sistema que ha reclutado vastos recursos humanos y materiales para construir una muy bien atada y altamente eficiente maquinaria que combina operaciones militares, diplomáticas, de inteligencia, económicas, científicas y políticas. Sus preparativos son secretos, no se publican. Sus errores se entierran, no se señalan. Quienes disienten son silenciados, y no reconocidos. Para ello no se repara en gastos

. Los rumores no se publican. Ningún secreto se revela. Es la máquina que conduce la Guerra Fría, en resumen, con una disciplina rigurosa que ninguna democracia puede esperar o desear alcanzar“. Pero Kennedy no se refería al comunismo, sino a la estructura de la cual la CIA era sólo la punta del iceberg.

Respecto de la prensa, se despachó en idéntico sentido, criticándola por desinformar sobre las cuestiones importantes y revelar secretos de Estado cuya difusión iba contra los intereses de los Estados Unidos. Asimismo, por mostrarse a favor de la carrera armamentista, y por lo tanto de la élite.

Decía Kennedy, ante la atónita mirada de los dueños de medios, editores y periodistas: “Sin debate, sin crítica, ninguna administración y ningún país puede sobrevivir.

Es por eso que el legislador ateniense Solón decretó que un ciudadano que escapaba de las controversias cometía un crimen. Y es por eso que la prensa fue protegida aquí por la Primera Enmienda a la Constitución.

Es el único negocio protegido constitucionalmente. Y no lo está principalmente para divertir y entretener. No lo está para enfatizar lo trivial y lo sentimental. No está protegida para “dar al público simplemente lo que éste quiere”, sino para informar, para enardecer, para hacer reflejar, para mostrar nuestros peligros y nuestras oportunidades, para indicar nuestras crisis y nuestras opciones, para liderar, moldear, educar e incluso a veces, para hacer enojar a la opinión pública“.

El propio presidente de los Estados Unidos embestía contra nada menos que las sociedades secretas y la prensa, reprochándole a las primeras su operar secreto, antinacional y sectario, y a la segunda el uso de los medios para desinformar. Ello podría explicar que la prensa norteamericana aceptase sin críticas el dictamen de la Comisión Warren acerca del asesinato de Kennedy a manos de “un loco suelto” y por medio de una bala que efectuó alrededor de 10 perforaciones y rebotes en su limusina descubierta.

 ¿Qué mundo tendríamos hoy si Kennedy no hubiera muerto? Es difícil saberlo. Tanto John como Robert Kennedy actuaban con autonomía con respecto de la aristocracia norteamericana. Aunque habían sido educados en el seno de una rica familia de la élite, estaban encarando medidas realmente revolucionarias. Se estaban enfrentando muy abiertamente con el corazón de la élite. John atacaba los privilegios de la industria petrolera donde más le dolía, atacaba la carrera armamentista y la posible guerra con la Unión Soviética que algunos de sus propios cuadros estimulaban.

Además, deseaba retirar a los Estados Unidos de Vietnam. Ya comenzaba a atacar los privilegios de los principales y más conspicuos bancos norteamericanos con la emisión de dólares por medio del Departamento del Tesoro, y no mediante el FED, y atacó en su último y monumental discurso a la flor y nata de la prensa norteamericana, cómplice de la élite. John Fitzgerald Kennedy lo hizo todo sin dudarlo y por eso lo mataron. Por eso su asesinato se ejecutó de esa manera, quizás advirtiendo a cualquier sucesor lo que le podía esperar si no seguía ciegamente la agenda de la élite.

Tras la segunda presidencia de Woodrow Wilson era obvio que la población no iba a votar a un candidato demócrata, pues los estadounidenses se sentían traicionados por Wilson. No les gustaba su proyecto de una Liga de las Naciones para instaurar un gobierno mundial y, de hecho, los Estados Unidos no ingresaron a la misma durante su gobierno porque el Senado bloqueó tal posibilidad.

 Era necesario, entonces, encontrar un candidato republicano que fuera lo suficientemente manipulable por el mundo de las finanzas y el petróleo. Y Warren Harding parecía un candidato idóneo para la élite.

Antiguo ex periodista y editor del estado de Ohio, ocupaba un escaño en el Senado desde hacía muchos años, y era conocido por su buen humor, su tranquilidad y el exagerado grado de confianza que prestaba a sus amistades, de modo que con frecuencia delegaba tareas y no revisaba a fondo lo que sus colaboradores hacían. Harding ganó la presidencia en 1920 y se rodeó de varios de los más prominentes miembros de la élite, como Andrew Mellon, importante petrolero y banquero de la época.

Pocos años más tarde, cuando buscaba la reelección, en 1923, murió en oscuras circunstancias durante un largo viaje a Alaska. Su médico personal en un primer momento anunció a la prensa que Harding presentaba señales de envenenamiento, mientras que más tarde rectificó ese diagnóstico por el de muerte natural debida a supuestas fallas cardíacas que habría padecido desde hacía años. No es frecuente que un diagnóstico de envenenamiento sea cambiado luego por el de muerte natural. ¿Qué es lo que realmente había ocurrido? A los pocos meses se destapó un gran caso de corrupción ocurrido bajo su administración. Su secretario del Interior, Albert Fall, fue acusado de entregar secretamente, bajo soborno, las reservas estatales de petróleo de Teapot Dome y Elk Hills a empresas privadas.

 Las compañías favorecidas no eran propiedad de miembros prominentes de la élite, y de hecho el rival más importante que jamás tuvo la Standard Oil dentro de los Estados Unidos había obtenido todas las reservas de Elk Hills. Se trataba de Harry Sinclair, dueño de Sinclair Oil. Éste era un petrolero incontrolable para la Standard Oil, un nuevo rico que había comenzado a hacer fortuna unos pocos años antes, en 1916, merced a un golpe de suerte.

 Era demasiado ambicioso, al punto que también deseaba desplazar a la Standard Oil en la recién fundada Unión Soviética, precisamente el objetivo que había motivado toda la costosa campaña contra el zar Nicolás II. Por esta razón la campaña había sido financiada por Sinclair Oil, entre otras empresas anglo-norteamericanas, desde inicios del siglo XX. Sinclair había cometido la intrepidez de viajar a Moscú y entrevistarse con Lenin para que su empresa obtuviera concesiones petroleras a cambio de un posible apoyo financiero que decía poder conseguir por medio de sus influencias en Wall Street.

Si bien se trataba de un advenedizo, la figura de Harry Sinclair empezaba a ser muy peligrosa para la Standard Oil, precisamente porque Harding y Albert Fall le facilitaban las cosas otorgándole yacimientos oficiales, a cambio de petróleo para las tropas y dinero para ellos. La operación rusa nunca se concretó, ya que los banqueros de Wall Street no iban a traicionar su larga sociedad con el clan Rockefeller para ayudar a un competidor, el único real en muchísimos años.

Los yacimientos de Teapot Dome y Elk Hills fueron estatalizados y Sinclair y Albert Fall fueron a la cárcel. Harding, que venía defendiendo a Fall ante los ataques que la élite le lanzaba a través del Wall Street Journal, ya estaba misteriosamente muerto.

Sinclair nunca recuperó el prestigio perdido y, tras varios años, su empresa fue comprada por el clan Rockefeller, su gran rival de otros tiempos. Sin embargo, el asunto no terminó con la muerte de Harding y el declive de Sinclair. Los rumores acerca de la posibilidad del asesinato de Harding eran generalizados y podían servir de peligroso precedente.

 En este contexto, la propia élite armó una teoría conspirativa al respecto. Se contrató a un ex presidiario, y luego agente de la predecesora del FBI, para que escribiera un libro que fue profusamente divulgado en la prensa. Quien quería leer acerca de Harding y su asesinato podía hacerlo en una obra llamada The Strange Death of President Harding (La extraña muerte del presidente Harding) escrita por ese oscuro personaje, llamado Gaston Means.

Apoyado por la élite, el libro fue un auténtico best-seller entre fines de los años veinte y comienzos de los treinta del siglo XX. En el libro Means inventaba una historia, un verdadero novelón de adulterio y celos desenfrenados de la mujer de Harding, en el que ella terminaba envenenando a su marido.

El conocimiento personal que tenía el autor respecto de la mujer facilitaba su credibilidad, y ni ella ni su marido estaban vivos para enjuiciarlo. Hoy día es una historia imposible de creer, pero en aquella época ese tipo de historias se creían. Obviamente, de petróleo no se decía una sola palabra en el libro. Podemos ver entonces una de las clásicas tácticas de la élite para distraer la atención de la gente. Primero se trata de evitar que alguien pueda creer en conspiraciones.

 Si ello no da resultados, se trata de inventar una historia que desvíe la atención de la cuestión de fondo y financiarla profusamente a través de la prensa amiga. Para ello, ya en los años 20, se usaban los agentes de la agencia que más tarde sería el FBI: el Bureau of Investigations.

Para entender por qué el Partido Demócrata norteamericano hoy es simplemente una parodia de oposición a las políticas de hegemonía global que desarrolla el Partido Republicano es necesario conocer su más remota historia. Cuando el Partido Antimasón Norteamericano se fusionó con el Partido Nacional Republicano, hacia mediados de la década de 1830, se conformó el llamado Partido Whig, cuyo líder natural fue Henry Clay hasta 1850. Clay era un ferviente antibritánico y un verdadero nacionalista.

Él y su desaparecido Partido Whig propugnaban tres medidas programáticas básicas, que fueron denominadas en aquella época “Sistema Americano”. Una de las medidas era establecer un alto arancel aduanero a fin de proteger a los Estados Unidos de las importaciones baratas de Inglaterra, que impedían el desarrollo industrial norteamericano.

Otra medida era crear un banco central nacional emisor de moneda que hiciera a los Estados Unidos independientes financieramente de los bancos de la City londinense. Una tercera medida consistía en una mejora de la infraestructura norteamericana para mejorar el comercio interno y unificar a los Estados Unidos como nación. El partido rival al Whig era nada menos que el Demócrata, que luchaba denodadamente contra esa agenda nacionalista y pretendía acentuar la dependencia de los Estados Unidos con respecto a Gran Bretaña.

Clay nunca llegó a ser presidente, a pesar de ser candidato cinco veces, pero varios de sus correligionarios sí lo fueron. Uno de ellos, Zachary Taylor, ganó las elecciones de 1848. Aunque Taylor nunca propugnó verdaderamente el programa nacionalista whig, se mantuvo muy firme en un principio básico, ya que era, al menos en forma relativa, antiesclavista.

 Fomentó activamente la fundación de los actuales estados de California y Nuevo México a partir de su antiguo estatus de territorios, e impulsó que ambos prohibieran la esclavitud, cosa que fue decretada en California antes de finalizar el mandato. Los grandes latifundistas sureños, basamento del Partido Demócrata, se oponían fuertemente a la agenda abolicionista de Taylor, quien de no haber muerto en misteriosas circunstancias durante su presidencia podría haber ido aun mucho más allá contra los intereses probritánicos del Sur esclavista.

El estado de tensión entre Taylor y el Sur era enorme, dado que ya en aquel entonces el Sur amenazó con la secesión, y Taylor a su vez respondió con una clara advertencia de que estaba dispuesto a comandar al ejército contra cualquier estado sureño que se sublevara. Con la muerte de Taylor, que durante muchos años se especuló como debida a una gastroenteritis, al cólera o a la fiebre tifoidea, accedió al poder su vicepresidente, un whig democrático, llamado Millard Fillmore, quien firmó el denominado “Compromiso de 1850″, al que se oponía Taylor, según el cual se respetaban las garantías esclavistas de todos los estados sureños y hasta se ponían a disposición de los terratenientes las tropas federales para que persiguieran a los esclavos fugados hacia el Norte. Se trataba de la Fugitive Slave Act. Millard Fillmore, sin embargo, debió tolerar el hecho de que la esclavitud no existiera en California.

Su frase más famosa es: “Dios sabe que detesto la esclavitud, pero es un mal existente. Debemos hacerla perdurar y protegerla como si estuviera garantizada por la Constitución”. El enigma de la causa de la muerte de Zachary Taylor se resolvió más de un siglo después, cuando en 1991 su cuerpo fue exhumado para realizarle una autopsia debido al punto al que habían llegado las sospechas sobre su muerte. Los médicos encontraron arsénico.

Si hubo un presidente norteamericano que duró muy poco fue precisamente William Henry Harrison. Su presidencia solo duró 30 días, 11 horas y 30 minutos. Ya hemos comentado que, desde mediados de la década de 1830, Henry Clay venía instalando en la sociedad norteamericana una agenda claramente nacionalista y antibritánica. En las elecciones de 1840 se perfilaba claramente como ganador. Su popularidad estaba en el cénit.

Fue precisamente para que Clay no ganara las elecciones, tal como sucedería muchos años más tarde con William Jennings Bryan, que los socios norteamericanos de Inglaterra propugnaron la candidatura de William Harrison en el partido Whig, destinado a ganar las elecciones por la gran impopularidad del gobernante Partido Demócrata, debido a la gran crisis económica de 1837.

Harrison era un antiguo héroe de la guerra de 1812 contra Gran Bretaña y por esa causa era muy popular, siendo el único capaz de derrotar a Henry Clay en 1840. Pero también era un hombre ya mayor para aquella época, ya que contaba con 67 años.

Fue así como el propio día de su nombramiento como presidente, Harrison empezó a morirse. Pronunció el discurso inaugural más largo de la historia norteamericana, que duró más de dos horas. Y duró en el cargo pocas horas más de un mes, dado que el 4 de marzo de 1841, el mismo día que juró, contrajo una simple gripe producto del frío invernal, mientras estaba dando su discurso.

A raíz de la gripe, Harrison se recluyó en la Casa Blanca, en la que sólo llegaría a promulgar una única pero contundente medida que le exigía su enemigo político Henry Clay, a fin de aplicar el denominado “Sistema Americano”. Tras esta medida, claramente contraria a los intereses de Londres en los Estados Unidos, murió de septicemia generalizada, enfermedad que difícilmente deriva de una simple gripe. Tal vez los médicos pueden haber ayudado a convertir una enfermedad leve en una mortal, ya que lo trataron con opio, aceite de castor, plantas extrañas y hasta serpientes.

Lo cierto es que su vicepresidente, John Tyler, asumió la presidencia y la primera y más importante medida de todo su oscuro mandato fue eliminar toda posibilidad de aplicación de la progresista aplicación de las ideas de Henry Clay, que constituían el “Sistema Americano”.

Asimismo, Tyler maniobró de manera incansable para impedir la creación de un banco central norteamericano ajeno a los intereses ingleses. Gran Bretaña, entonces, seguía manipulando desde las sombras la política interna, la economía y las finanzas de su ex colonia, tal como antes de 1776, pero sin cargar con los costos que impone el gobierno colonial a una metrópoli.

Uno de los casos en que se decidió la muerte política de un presidente fue el caso del Watergate, que en realidad fue un complot para expulsar a Nixon. Lo curioso es que desde su juventud Nixon había sido un leal servidor de la élite globalizadora. Durante la década de los años cincuenta se perfilaba en los Estados Unidos como el aspirante a presidente preferido por la industria petrolera y por Wall Street.

Por esa razón, tras ocupar un escaño en el Senado y la propia vicepresidencia, recibió todo el apoyo de la élite para suceder a Dwight Eisenhower en la presidencia de la nación. Sin embargo, unos escasos votos de diferencia lo convirtieron en perdedor frente a Kennedy. En los Estados Unidos, normalmente quien pierde una elección presidencial pasa automáticamente a una especie de retiro efectivo. O sea, no vuelve a disputar una elección, sino que se conforma con ocupar durante largos años un cómodo escaño en el Senado.

Sin embargo, Nixon resultaba a finales de los años cincuenta e inicios de los sesenta un activo de tal valor para la élite globalizadora, que siguió concentrando alrededor de sí el poder en el Partido Republicano, por lo que volvió a presentarse a la contienda por la presidencia en 1968, que ganó.

Si bien Nixon llegó al máximo cargo político merced a los fondos de la élite, no llevó a miembros del CFR a los principales cargos del poder ejecutivo, tal como lo harían posteriormente todos sus sucesores electos. Nixon creía que realmente era el presidente norteamericano y podía guardar cierta distancia de los intereses que lo habían llevado al cargo.

 Sus dos presidencias consecutivas, la segunda bruscamente interrumpida por su renuncia, no se vieron exentas de graves problemas que intentó solucionar por caminos muchas veces apartados y divergentes de los intereses que lo habían llevado al poder, lo que le costaría el cargo. Desde antes de 1970, los Estados Unidos venían perdiendo vastas cantidades de sus reservas de oro, que se estaban contrayendo porque naciones extranjeras, entre otras Francia, reclamaban ya desde las postrimerías del gobierno de Lyndon Johnson, sucesor de Kennedy, que se les pagara con oro y no con dólares o cuentas en dólares.

 A partir de finales de la Segunda Guerra Mundial el mundo había vuelto a un esquema de paridades fijas contra el oro. Ésa era la base del sistema monetario internacional impuesto por el recientemente creado Fondo Monetario Internacional. Como los Estados Unidos veían reducir sus reservas de oro día a día, la medida que adoptó Nixon fue acabar con el sistema de patrón oro, sin antes consultarlo con la élite.

Desde 1971 el dólar ya no tendría respaldo en oro, por lo que la cotización del metal iba a comenzar a fluctuar fuertemente, generalmente al alza.

En aquel momento se temió lo peor para el dólar, dado que, a pesar de que, desde la posguerra, era la reserva de valor mundial, bien podía ocurrir que muchos países, muchas empresas y muchos particulares eligieran el oro como reserva de valor y como forma de ahorro, prescindiendo del dólar.

Durante los años setenta se corrió el riesgo de que eso sucediera, y apenas en los años ochenta, tras el paso de dos presidentes más, los Estados Unidos pudieron conseguir que el dólar y no el oro fuera la modalidad indiscutida de ahorro en el mundo.

 Con las arriesgadas medidas de Nixon en el ámbito del mercado de cambios, el dólar estuvo cerca de perder su papel hegemónico en el mundo, lo que hubiera resultado el más rudo golpe que la élite globalizadora, a través del CFR, hubiera podido recibir en toda su historia. No es que Nixon se hubiese transformado de la noche a la mañana en un enemigo de los intereses que lo pusieron en el poder, sino que creía verdaderamente en la posibilidad de adoptar políticas con cierta dosis de independencia.

 Las desventuras de Nixon no acabaron allí. Como consecuencia del final del régimen de patrón oro en los Estados Unidos, sucesivamente las demás naciones también comenzaron a dejar flotar sus monedas contra el oro.

Entre ellas, especialmente las monedas asiáticas como el yen, experimentaron una muy fuerte tasa de depreciación contra el oro, factor que les permitía conservar las ventajas competitivas que tenían en una gran cantidad de productos industriales con respecto a los Estados Unidos. Por lo tanto, la devaluación del dólar contra el oro bien podía hacer perder todas sus ventajas iniciales.

Tras las devaluaciones asiáticas, los Estados Unidos iba a perder la competitividad ganada. Nixon no se quedó quieto y dispuso un arancel móvil a las importaciones desde varios países de Asia, principalmente de Japón. El arancel equivalía a una parte sustancial de la devaluación que las monedas asiáticas habían sufrido desde la salida del sistema de patrón oro.

Las protestas de los empresarios asiáticos, socios de la élite, fueron enormes. Se consideraba una verdadera deslealtad que los Estados Unidos tomara ese tipo de medidas proteccionistas. El asunto era muy grave porque amenazaba con dar comienzo a una guerra de aranceles entre los diferentes países del mundo, el escenario menos deseado por la élite, que buscaba unificar comercial y financieramente el mundo, tal como lo ha hecho de manera consolidada tras los gobiernos de Bush padre y de Bill Clinton.

Las disputas comerciales llegaron a tal nivel que la élite dispuso crear un nuevo foro de discusión, con miembros japoneses y europeos incluidos. Se trató de la Comisión Trilateral, fundada por David Rockefeller en 1973. A pesar de las protestas de empresarios japoneses y de la élite norteamericana, Nixon no daba el brazo a torcer. Las cosas no se detuvieron allí.

 En 1973 el mundo experimentaría la primera seria crisis petrolera de su historia, como consecuencia del embargo petrolero de los países árabes hacia las naciones que habían colaborado con Israel en la reciente guerra. Dado que los Estados Unidos ya había comenzado desde hacía bastante tiempo a no autoabastecerse completamente en materia petrolera y, además, veían cómo desde 1970 su producción petrolífera había comenzado a declinar.

Ello facilitó que el barril de petróleo aumentara varias veces su valor en sólo cuestión de semanas. Pero este hecho estaba lejos de ser mal visto por la élite financiero-petrolera, dado que merced a la crisis de Oriente Medio y el alza del petróleo las petroleras podían aumentar fuertemente sus ganancias con un precio internacional del petróleo en brusco ascenso.

 Después de todo, el costo del barril a precios internacionales se alejaba cada vez más de su real costo de extracción. Los márgenes de ganancias, entonces, aumentaban fuertemente. Pero, ¿cuáles fueron las respuestas del gobierno de Nixon frente a estos hechos? En primer lugar lanzó una campaña pública de propaganda de ahorro de petróleo, precisamente lo que la élite no quería para nada, porque una demanda petrolera a la baja iba a socavar sus ganancias y a generar un gran lobby interno, con apoyo popular, para reemplazar el petróleo por otras fuentes energéticas.

 Nixon fue aun mucho más allá, ya que fijó precios máximos a las naftas y eliminó algunas restricciones a la importación de petróleo extranjero. Se trataba de dos medidas fuertemente contrarias a la industria petrolera norteamericana, que iban posteriormente a incidir en su expulsión del poder.

Pero Nixon aún fue más allá, ya que quiso quitar a la industria petrolera norteamericana un privilegio que tenía desde 1913. Se trataba de una ley impositiva creada por Woodrow Wilson y ampliada por Calvin Coolidge en 1926, llamada “oil depletion allowance” (exención impositiva por agotamiento de los pozos petroleros). Por medio de esta ley impositiva la industria petrolera podía deducir de sus impuestos por beneficios, que constituían el 35%, nada menos que hasta un 27,5% anual, con el argumento de que al extraer el petróleo las empresas consumían su propio capital.

Esa norma, que ya había sido atacada antes, pero nunca cancelada, era magnífica para el sector petrolero. De hecho, había sido apoyada por Nixon en los años cincuenta y sesenta. Ahora, en cambio, el presidente se volvía contra ella y venía amenazando con derogarla

. Pero no lo logró, pues fue obligado a abandonar el poder como consecuencia del escándalo de Watergate. Pero el asunto alcanzó tal publicidad que, años más tarde, el presidente Carter no tuvo más remedio que acabar con ese privilegio de la industria petrolera. Ello a pesar de que era un socio mucho más fiel de la élite globalizadora de lo que había sido Nixon.

 Sin embargo, ya la producción norteamericana de petróleo se encontraba en franco declive y no se descubrían nuevos yacimientos de magnitud en territorio norteamericano, por lo que levantar ese privilegio resultaba un tema mucho menos espinoso para Carter, uno de los colaboradores más sumisos que haya tenido la élite financiero-petrolera.

Como puede fácilmente deducirse, las relaciones ente Nixon y la élite globalizadora, muy estrechas antes de su victoria presidencial, se habían tornado poco menos que gélidas. Nada quería más fervorosamente la élite que desembarazarse de ese molesto presidente que los había metido en una multitud de líos económicos y financieros, en una magnitud tal que se les había impuesto la necesidad de crear la Comisión Trilateral, a fin de calmar los ánimos con los empresarios asiáticos, sus verdaderos socios, que estaban realmente muy enojados con el gobierno.

 Por lo tanto, la serie de desaciertos del presidente en el espinoso caso de espionaje de Watergate, en el que la prensa en general se mostró como verdadero cómplice de la élite, al focalizar su atención en lo superfluo del caso y no en el móvil real de Nixon para espiar a los demócratas, sirvió para que se produjera un auténtico golpe de Estado por medio del cual la élite se alzó con el poder en Washington al desembarazarse del presidente. Toda esa operación fue presentada como un sano caso de justicia que mostraba el buen funcionamiento del sistema.

De cualquier modo, hay que reconocer que, a pesar de su renuncia deshonrosa, a Nixon le salió barato, pues a diferencia de lo que sucedió con muchos de sus antecesores, no fue necesario matarlo para desplazarlo. El caso inmediatamente anterior databa de apenas poco más de una década, y tenía como protagonista a John Fitzgerald Kennedy.

Fuentes:

Walter Graziano – ¿Nadie vio Matrix?
Walter Graziano – Hitler ganó la guerra
Marta Fernández – El asesinato de John F Kennedy
Nicholas Merton – Kennedy era un estorbo
Rojas Robinson – Éstos mataron a Kennedy
Daniel Estulin – Los secretos del Club Bilderberg
David Icke – El Mayor Secreto

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