martes, 21 de enero de 2014

Yezidis: Adoradores del Diablo en Irak

Los Yezidis son una secta religiosa de Krudistan, son conocidos como los adoradores del diablo que residen en la región de Monsul. Se refieren a sí mismos como Dasni, pero otros Kruds les dan el nombre de Yezidi, palabra que se cree que se deriva de la Yazdan persa, que significa ” Dios”.

Su religión es probablemente una combinación de Mazdaismo, Islam y Cristianismo; y su teología se asemeja a la de los gnósticos y las creencias albigenses.

Creen que el mundo ha sido creado por Lucifer -el ángel caído- como un agente del Dios supremo, y la imagen de Lucifer es propiciada por el culto en la forma simbólica del pavo real. El razonamiento de este culto es evitar mencionar al diablo por su nombre y por lo tanto evitar el mal.

En sus creencias religiosas los Yezidis consideran a Cristo como un ángel en forma humana, y a Mahoma un profeta junto con Abraham y otros. Practican el bautismo y la circuncisión.

Sus textos sagrados fueron traducidos por F. Nau “Recueil de textes et de documentos sur les Yezidis” (1918). Hay otras obras que describen a los Yezidis y sus creencias:

“El culto del pavo real” de Angel de RH Empson (1928).

“Aventuras en Arabia entre los beduinos drusos, los giradores Dervishes y los adoradores del diablo Yezidis” por WB Seabrook (1928).

“ El ángel pavo real” por E.S. Drower.


Imagen: wikipedia


Los adoradores del Diablo en Irak.

“Los adoradores del diablo en Irak”. Así comenzaba un capítulo de un libro sobre religiones de Oriente Medio que compré en Londres un verano que viví en el Reino Unido. Con semejante título y lo que aprendí en esas páginas, poco tardé en prometerme que algún día yo también conocería Irak. Lo que no imaginaba entonces es que el momento de hacer honor a mi propia promesa llegaría siete años después, cuando estando en dicho país me proponía volver a Turquía, donde vivía entonces. 

 Me dirigía a Lalish, algo así como el Vaticano o Meca para los yezidis, la particular religión de la que quería aprender más. Tras visitar durante todo un día Suleimaniya, a escasos kilómetros de la frontera iraní, puse rumbo al Norte. Completé el asiento trasero de un Mercedes de los años setenta junto a tres hombres de Mosul. Dos de Bagdag hacían de copilotos, y un sirio conducía. Varias horas después, me apeé en las afueras de Duhok, en la ahora llamada Región autónoma del Kurdistán Iraquí. Al verme caminar hacia el centro de la ciudad, un hombre de extremada hospitabilidad – como todos los que conocí aquellos días- me invitó a hacer noche en su casa. Compartí dormitorio con sus cuatro hijos, que cuando llegamos, con la madrugada ya entrada, dormían sobre unos colchones en el suelo.

No daban ni las ocho cuando amanecí al día siguiente. Mi anfitrión y su esposa me invitaron a compartir una tortilla para desayunar, mientras con su elemental inglés intercambiábamos impresiones. Me despedí agradeciéndoles con un “Espás” (“gracias” en kurdo) y me dirigí al centro de Duhok. Al ser ya de día descubrí que se enclavaba a los pies de una montaña en cuya ladera, con piedras, estaba dibujada la bandera kurda. Mientras paseaba, pregunté a varias personas por el centro de los Yezidis, y para mi propia sorpresa, no pocos me respondían encogiéndome los hombros. En una librería diminuta de publicaciones en lengua inglesa, no sólo me invitaron a te, sino me respondieron a cuantas preguntas planteé de las tensiones en este país no reconocido, Kurdistán, y me acabaron guiando hasta el centro que buscaba.

Una vez allí, el portero me indicó con gestos que era bienvenido, y entre pasillos llenos de fotografías, tanto de yezidis antiguos como de políticos, libros, recortes de prensa, y posters varios, localicé la única habitación con gente. Con la puerta entreabierta, no necesité llamar, pues todos me miraban desde antes de entrar. Al presentarme, me respondió Fadhil en un perfecto inglés. Era el responsable del centro, y más tarde averiguaría que ocupaba, además, un cierto cargo en la jerarquía yezidí. Su piel era tersa, levemente ennegrecida y brillante. Treinta y muchos. Vestía elegantemente, sin ser etiqueta, y unos ojos turquesa oscuro imanaban la mirada de todos los presentes. Era una de esas personas con un cierto aura que no deja indiferente. Me interesé por qué hacían allí, aunque debo admitir, que no con otro objetivo que entablar conversación para llegar a temas más profundos. Ni a través de libros o Internet es posible – al menos yo no he podido – comprender plenamente esta religión, y Fadhil se me antojaba una oportunidad perfecta para profundizar más en ella. Agradecí escuchar el punto de vista más humano de la fe yezidi de su boca, así como que me diese referencias sobre los últimos estudios de su origen, pues son bastante difusos. Sin embargo, pasados unos quince minutos, argumentándome que debía volver a la reunión en que estaba, se despidió de mi. Le trasmití mi deseo de visitar Lalish, para lo que llamó a alguien del centro, que me llevaría y traería en su taxi, pero al pedirme cuarenta dólares americanos, rehusé.

Calle de Lalish. Calles cercanas a Lalish.

Caminé a la estación de autobuses de la ciudad, pero ninguno llevaba a mi destino. El de la ventanilla, que acababa su turno, me acercó a las afueras de la ciudad en una scooter, y desde allí comencé a hacer autostop. Extrañados al verme, los soldados de la pershmerga -el propio cuerpo de seguridad del Kurdistán- me ayudaron a conseguir un vehículo. Lo que no sabían es que necesitaría cinco distintos (¡incluyendo un tractor!) para llegar a Lalish. 

Y hora y media más tarde, me apeé a un par de kilómetros del lugar, que recorrí a pie mientras me esforzaba por encajar en mi cabeza el puzzle entre lo que Fadhil me había contado y yo había leído de tan peculiar credo. Pese a no ver un alma en el camino, ese sendero era el destino final de la peregrinación soñada por tantos adeptos de esta fe, que al igual que los musulmanes con La Meca, deben peregrinar una vez en la vida a Lalish.

Antes de continuar, creo necesario desmentir el extendido mito. 

Los yezidis no adoran al diablo, ni realizan rituales satánicos ni cualquier artimaña parecida que el morbo de los medios de comunicación haya tratado de difundir. 

En la cosmogonía de esta peculiar fe, Dios, o el ente creador de la Tierra tal y como la conocemos, dispuso de siete ángeles en su superficie, siendo Melek Taus el más importante de ellos. 

Se le representa con la forma de un pavo real, y al revelarse contra la orden divina de postrarse ante Adán (y por ende, ante la raza humana), refutando que no se postraría más que ante el creador, los yezidis encuentran en él la representación del mismo Dios. 

Fue elegido por este mismo para habitar siete mil años en el infierno, donde sus llantos consiguieron apagar los fuegos del averno. Tras ese tiempo, fue aceptado como uno de los ángeles o príncipes celestiales que vagan demiurgamente por la Tierra. 

El Cristianismo encuentra en Melek Taus, con ciertos matices, el homólogo del Ángel Caído.

Interior del templo de Lalish. Tumba de algún yezidi importante.

Mujeres yezidís vuelven a sus casas. Vista de Lalish desde una de las casas de las pocas familias que allí viven.

Los orígenes de esta religión, amén de ser difusos, llegan a enfrentar en ciertos puntos a historiadores.

 El propio nombre “yezidí” no comienza a usarse hasta entrado el siglo VII, cuando un califa omeya llamado Yadiz reaviva la llama de este pueblo. Son varios los elementos de la religión yezidí que derivan de zoroastrismo y hasta del mitraismo. 

Otros tantos lo hacen del Islam, como los cinco rezos obligatorios diarios, que sólo pueden ser realizados en presencia de yezidíes, así como las plegarias al amanecer en la dirección del Sol, o al mediodía en la de Lalish. 

Sheik Adi ibn Musafir, un sufí libanés nacido en el siglo XI, considerado profeta y encarnación del propio Melek Taus, redactó además algunos de los libros sagrados de esta fe.

Una cabra preside una puerta de las calles de Lalish. La serpiente negra yezidí simboliza la sabiduría.

Al llegar a Lalish me abordó un niño. Apenas tendría doce años, y su clara tez, unida a sus rizos rubios le conferían un aspecto, ciertamente, poco kurdo. 

Chapurreaba inglés y al presentarme a su tío, éste me guió por el templo. Me descalcé, entrando a la parte cubierta del mismo, donde destaca la tumba del mismo Sheihk Adi. 

Observo como todos los fieles giran, con extrema devoción, tres veces alrededor de ella, amén de materializar sus plegarias en forma de telas que cuelgan de los sepulcros. 

Como curiosidad, el tinte azul está prohibido, tanto para estas telas como prendas de vestir, pues es el color del propio Melek Taus. 

Bajamos a un segundo nivel, donde las habitaciones han sido directamente escavadas dentro de la roca. 

Miles de vasijas llenas de aceite, que a veces es quemado, explican el negrín de las paredes, y dotan al templo de una atmósfera apocalíptica ligeramente incómoda. Interrumpe el silencio de la visita un señor con cara de pocos amigos, barrigón y al que al estrechar su mano me apercibo falta un dedo. 

Me es presentado como la máxima autoridad del lugar, de acuerdo a la jerarquía yezidí, pero sólo habla kurdo (ni siquiera árabe, lengua obligatoria en esta región en la época de Saddam Hussein) lo que me dificulta comunicarme con él sin ayuda. Hay varios fuegos que, me afirman, llevan siglos sin apagarse. 

Él se encarga de que sigan sin hacerlo, y hasta me invita a avivar algunas llamas, cosa que acepté.

Iluminando un fuego milenario. Vasijas con aceite que arde en ciertas ceremonias.

Este señor me contaba cómo Lalish no es más que uno de los siete puntos esparcidos por toda la geografía mundial, en los que se concentra el mal de la Humanidad, y que sólo algunos de los yezidis más notables conocen. 

Con excepción de Lalish, donde me encontraba, el resto son usados para llevar a cabo rituales secretos de marcado carácter esotérico. Se localizan en Níger, Rusia (Urales y Siberia), Irak, Siria, Sudán, Turkmenistán. 

Estos enclaves no son azarosos, sino que representan la proyección de la misma Osa Mayor sobre la superficie terrestre. 

De acuerdo a los libros sacros, la caída de estas siete torres implicará el fin del universo. 

Cabe aclarar que este universo es el nuestro, el que conocemos, pues la cosmogonía yezidí afirma que existen varios más.
Vasijas con aceite que arde en ciertas ceremonias. Frente al templo de Lalish.

Tras la visita, siendo ya hora de comer, y antes de que pudiera abrir boca, me sacaron una bandeja de comida que compartiría con mi anfitrión. 

 Aproveché para seguir escudriñando en la idiosincrasia de este pueblo. 

Quizá sorprenda la costumbre de que si un yezidi es encerrado en un círculo, quedará dentro hasta que otro yezidí lo abra permitiéndole salir. 

Está prohibido comer lechuga, y sólo está permitido el matrimonio entre yezidis, y quien no nazca heredando tal fe, no puede acogerse a ella. 

Tampoco sus fieles pueden dejarla. Esto ha provocado no pocas críticas, pues hace algunos años una mujer yezidi, al casarse con un hombre musulmán y enterarse de ello la voz pública, fue lapidada cerca de Mosul. 

Un escueto “Va contra las normas” es todo lo que a quienes pregunté por este asunto respondieron. Las mujeres además tienen prohibido alfabetizarse. 

Curiosamente, el divorcio está permitido. Si el marido se ausenta, dejando a su esposa durante más de un año, el matrimonio se anula, así como la posibilidad del hombre de volver a casarse de nuevo. 

Queda prohibido pronunciar cualquier palabra que comience por “sh”, pues así empieza tambien “Shai-tan”, otra forma de referirse a Melek Taus (y por la que a veces es confundido con Satán).

Pollo con arroz al que fui invitado. Una de las entradas al templo.

El pueblo kurdo ha sido perseguido desde el comienzo de sus días, ora por la importancia geoestratégica de sus asentamientos, ora por robar sus bienes, ora por mera expansión territorial. 

El tener una religión bañada de cierto oscurantismo, poco transparente a los no practicantes, endogámica, y en la que se sacrificasen para algunos rituales animales (siempre aves), facilitaba a sus enemigos justificar sus ataques.

Cruzando Mesopotamia en camión. Simbología esculpida en la puerta del templo.

Me despedí de mis nuevos amigos yezidís, agradeciéndoles su hospitabilidad, y saliendo por donde había venido, aún conocí a unos jóvenes que habían pasado la tarde en el templo. Poco tardaron en ofrecerse para llevarme a su coche hasta un control cercano a Mosul, desde donde proseguí al verme hacer dedo, un camionero me llevó hasta cerca de la frontera turca. Quien me recogiese en mi último trayecto iraquí, un trabajador del gobierno europeo, me ayudó, gracias a su empleo, a visitar brevemente, un campamento de refugiados por los exiliados del PKK. Una vez en el paso fronterizo de Ibrahim Khalil, me llevé la primera sorpresa de la noche. 

No había considerado que esos días se celebraba el Eid, la fiesta del cordero, el equivalente islámico a la Navidad cristiana, y las colas se extendían kilómetros para salir del país. Ante la obligación de hacerlo en vehículo, compré alcohol y tabaco en el duty free, tanto como permitía la ley de exportación, a cambio de cruzar gratuitamente en el vehículo de quienes se beneficiaban de la compra. Diez horas después desde que llegase a la frontera, con el cielo amanecido, entraba en territorio turco.

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