lunes, 4 de noviembre de 2013

El Legado de los Dioses

Existe una verdad revelada desde el comienzo de la historia humana.

En China, India, Próximo Oriente, Occidente y la América prehispánica encontramos la misma respuesta a las grandes preguntas que nos hacemos sobre el origen del mundo, el propósito de la vida y el lugar del hombre en la Creación. Pero lo más misterioso es que este mismo mensaje ha sido reiterado en todas las épocas a todas las civilizaciones, incluyendo la nuestra.

Un profundo misterio rodea el comienzo de la historia humana. ¿Por qué en todas las culturas hallamos la misma mitología sobre los orígenes del mundo, la vida y el hombre? La influencia de unas sobre otras no explica este enigma, puesto que estamos ante un patrimonio universal que incluye a las civilizaciones más antiguas, diversas y apartadas entre sí. Todas sostienen que este conocimiento habría sido revelado en un pasado remoto por una entidad sobrehumana.

La supuesta existencia de una cultura madre anterior, común a todas ellas y desaparecida sin dejar rastro tras un cataclismo, es una hipótesis sin confirmar. Lo mismo sucede con la teoría que atribuye este papel civilizador a una corriente iniciática, transmisora de una tradición original, que impulsaría la evolución humana a través de las distintas épocas desde la sombra.

Tanto los mitos y leyendas, como la arquitectura sagrada, serían algunos de los vehículos para mantener vivo ese legado. Según Gurdjieff, en ciertos momentos históricos una entidad que define como «círculo interno de la humanidad» promovería la fundación de cofradías y sociedades secretas, con el objetivo de realizar un trabajo concreto, desapareciendo después de cumplir su misión. Pero incluso aceptando que existieran civilizaciones desconocidas avanzadas que fueron destruidas por cataclismos, o un grupo oculto de iniciados, el enigma sigue en pie: ¿cómo obtuvieron su conocimiento? 

¿Quién se los comunicó?

El punto de partida de cualquier investigación formal son los hechos establecidos. Estos indican que casi todas las culturas de Oriente y Occidente afirman que las deidades les revelaron un modelo de Creación y el lugar del ser humano en el Cosmos. También presentan una extraña unanimidad al sostener que dicho legado les fue transmitido o confirmado por enviados o intermediarios extraños a ellas mismas: mensajeros celestes, hombres-dioses o seres llegados de las estrellas.

La Creación

¿Qué enseña dicha revelación?

Sus grandes ideas son las siguientes:

• Toda la variedad del mundo tiene su origen en una unidad inefable, inmutable y eterna, que se erige en la divinidad suprema. En el monoteísmo es el Uno de la Cábala hebraica; en los sistemas politeístas, el Padre o la Madre de todos los dioses; en el dualismo, el Padre de los dos hermanos rivales que simbolizan la dialéctica del mundo (Bien y Mal, Luz y Tinieblas).

• Esa Mónada divina precede al mundo. En principio es descrita como una entidad que existe virtualmente, o que es inconsciente de sí misma, o que «respira sin aliento». También se diferencia entre su estado anterior a la Creación –diluido en el Caos primigenio– y el posterior (Brahma nirguna y Brahma saguna en el hinduismo, o Atum y Atum-Ra en el antiguo Egipto).

• Al crear el Cosmos, ese Uno eterno toma conciencia de sí y se transforma en Dios manifestado a través de su Creación. También es universal la creencia en que, al dar este paso, el Uno se transforma en Trinidad.
• El inicio del mundo se representa con la aparición de un principio fecundador: la luz (Génesis bíblico), o el huevo del mundo (Hinduismo), o bien una colina o tierra primordial surgida de las aguas y sobre la que aparece el huevo del que nace el Sol (mitología egipcia).

• Las aguas primigenias son el medio donde reside el principio de la vida y donde ésta se origina. El Espíritu de Dios flota sobre ellas (Génesis), o la diosa madre baila sobre ellas (Eurinomé en la primitiva religión griega), o «la tierra primera» emerge de este ámbito en las más diversas cosmogonías.

• La divinidad crea el Universo mediante una división de sí misma o por su propia expansión, como las emanaciones de Dios o sephiroth de la Cábala hebraica. En algunos sistemas dicho acto se representa como desmembración del Uno; en otros aparece como autogeneración de un ser diferenciado a partir de éste (los nueve dioses de la Enéada heliopolita nacidos del Atum egipcio son las distintas partes de su anatomía). Pero el esquema siempre es idéntico: el mundo surge del Uno, que se desdobla en sujeto y objeto, encarnando en su propia Creación, pero sin confundirse con ésta ni disolverse en ella. Todas las deidades son formas de manifestarse la misma divinidad creadora.

• Los medios por los cuales este Uno da lugar a lo creado son el hálito (respiración, aliento) y la palabra (vibración, sonido), que impregnan todo lo que es. Estas metáforas simbolizan el carácter rítmico y cíclico de la Creación: inspiración y espiración, sonido y silencio, forma y fondo.

Es importante advertir que esta mitología de los orígenes es la misma que postula la cosmología científica actual. El Uno equivale a la singularidad inicial del Big Bang primordial, que también se define como un punto sin espacio ni tiempo, diferenciado del Universo surgido de ella. Los cosmólogos afirman que «el momento cero» trasciende los límites de la ciencia y que se ocupa de la evolución del Cosmos a partir de un instante posterior. La misma imagen es común a toda la ciencia antigua, para la cual todo partía del Uno y surgía por multiplicación de éste. Según Plotino, dicho Uno es inefable, incognocible y trascendente, como la singularidad inicial del Big Bang.

Las coincidencias son abrumadoras: el Caos primigenio simboliza la misma idea que el vacío cuántico; las emanaciones del Uno –o su desmembramiento o su diferenciación en partes– representan la gran expansión cósmica de la cual nacen las galaxias y los sistemas solares (los dioses); la espiración del Uno equivale a la expansión y la inspiración alude a la contracción (el Big Crunch de la cosmología científica). También mantiene la ciencia actual que la vida se originó en las aguas (el yin o principio femenino), fecundadas por la energía (el yang masculino), en forma de luz solar y descargas eléctricas.

La única diferencia entre el modelo de Creación del legado revelado a los antiguos y la ciencia actual, es que el primero se expresa en imágenes humanas (dioses) y la segunda mediante metáforas deshumanizadas (fuerzas, energía, materia, leyes). ¿Es la ciencia moderna la mitología de nuestros días, o ha llegado por vía deductiva a la misma verdad que los antiguos alcanzaron por revelación o intuición? En cualquier caso, hay algo seguro: el Big Bang es tan antiguo como la primera cosmogonía (mito de los orígenes). Lo mismo cabe afirmar de las teorías científicas sobre el origen celeste de la vida (panespermia) o mediante la fecundación del agua por la energía (teoría química).

«Hijos del Cielo»

En las culturas de Asia, Próximo Oriente, Europa y América, también observamos la figura de un Enviado celeste. Un hombre-dios a quien se atribuye un papel civilizador, una enseñanza espiritual y a menudo la función de Salvador. Su objetivo es mostrar al ser humano la vía a seguir para transformarse en inmortal y divinizarse. En América son Viracocha y Quetzalcóatl; en el antiguo Egipto, Osiris; entre los iranios, Mitra. Pero sus nombres son innumerables. Y esta figura tiene un perfil característico:

• Con frecuencia es «el hijo divino», concebido milagrosamente por una madre humana virgen, como Quetzalcóatl. A menudo nace en una cueva o en un lugar asociado al símbolo de la piedra o el árbol (la madre de Buda lo dio a luz bajo un árbol y la cruz también es una forma simbólica del árbol).

• Realiza prodigios en el marco de un magisterio característico.

• En sus enseñanzas destaca la invitación al desapego de lo material, la superación de los deseos de la carne, la fraternidad entre todos los hombres, la vivencia y la práctica del amor hacia todas las criaturas. Esta prédica se repite en ocasiones hasta los mínimos detalles en las diferentes épocas y culturas religiosas.

• También aparece íntimamente asociado al símbolo del pez: su madre es fecundada por un pez o éste le anuncia la procreación milagrosa, o bien es un signo de reconocimiento entre sus seguidores. Entre sus prodigios se cuentan pescas milagrosas y episodios vinculados a las aguas, como el acto de calmar tempestades.

• Promueve la abolición de los sacrificios cruentos a la divinidad. Entre sus principios rectores destaca el respeto a toda forma de vida.

• Enseña a buscar la verdad en el interior de uno mismo.

• Hace una promesa de vida eterna a quienes culminen la vía de evolución espiritual que enseña y que suele tener dos vertientes: una mística y otra iniciática. Comunica a todos una enseñanza exotérica (exterior, visible) que sirve de introducción o preparación a otra superior de naturaleza esotérica (interior, oculta), reservada a los escogidos que están preparados para comprenderla. También afirma la existencia de un mundo superior (espiritual) y otro inferior (material).

• Sufre una muerte o derrota definitiva en este mundo a manos de sus enemigos, que representan las fuerzas del Mal y la materia. Después de muerto, resucita y asciende al Cielo, o desaparece en el mar tras el horizonte en una nave prodigiosa.

• Su magisterio incluye la promesa de que regresará al final de la historia.

Es fácil advertir que este perfil corresponde con precisión al de Jesús de Nazareth. Esto era tan evidente que dio lugar a dos teorías. Una de ellas sostuvo que todos esos mitos habían sido urdidos por el Maligno para sembrar la duda sobre la existencia histórica de Jesús (San Justino). La otra afirmó que Dios inspiró en el corazón humano esa revelación central sobre el sentido de la historia que, al mismo tiempo, se erigió en la promesa divina que se cumplió con el advenimiento de Cristo (San Agustín).

Para este gran santo católico, «la religión verdadera existió desde el comienzo de la raza humana», y en todos los lugares y épocas hubo personas que «vivieron de acuerdo con las leyes de la Jerusalén celeste», añadiendo que esa verdad eterna revelada sólo empezó a llamarse cristiana cuando «Cristo vino en un cuerpo, pero ya existía».

No cabe duda de que esta reflexión abre las puertas a una teología del pluralismo religioso; ya sea porque se interpreten las cosmogonías antiguas como prefiguraciones proféticas del advenimiento de Cristo en Jesús, o que se crea en muchas otras encarnaciones divinas en diversos avatares a lo largo de la historia. Esta idea también es compatible con los Evangelios, puesto que Jesús resucitado se aparece a sus discípulos en varias ocasiones bajo aspectos humanos que éstos no reconocen y, por otra parte, afirma que estará con los suyos hasta el final de los tiempos.

San Agustín distingue entre dicho arquetipo celeste (el Cristo eterno) y Jesús de Nazareth (su encarnación humana). Captar esta diferencia es crucial, ya que «ser cristiano» significa aspirar a encarnar este misterio en la propia existencia y con medios propios (Imitación de Cristo). Por eso, Jesús enseñaba a «hacerse como él» y definía su misión en función del arquetipo que encarnaba: «Yo soy el camino, la verdad y la luz».

El sentido de la vida

También en todos los casos hallamos esta llamativa coincidencia al definir el sentido de la existencia humana. «El objetivo de todo lo que vive es divinizarse», mantiene un famoso papiro del antiguo Egipto. «Seréis como dioses», afirma la Biblia. Esta inmortalidad potencial del ser humano aparece ya en el Génesis, cuando Dios destierra a la pareja primordial del Edén, porque habiendo comido del «Árbol del Conocimiento» les bastaba comer del fruto del «Árbol de la Vida» para convertirse en dioses.

La inmortalidad aparece así estrechamente unida al conocimiento. En todos los sistemas religiosos encontramos la figura del inmortal o superhombre divinizado, incluyendo al monoteísmo judeocristiano, en el cual destacan Enoch, Elías y Moisés, aparte de los apóstoles a quienes Jesús concedió no morir. Esta superación de la muerte es la culminación perfecta de la evolución espiritual.

La vida terrena se presenta como una «escuela» de crecimiento que conduce a la divinización. Algo que también observamos en el antiguo Egipto. De modo que el legado o tradición primordial de carácter universal a la que nos referimos afirma la naturaleza divina del ser humano y, en ocasiones, la de «todo lo que vive».

En algunos casos, la condición divina aparece como meta al cabo de un proceso evolutivo que pasa por una serie de reencarnaciones, e incluye el concepto de karma o un equivalente. El cristianismo de los primeros siglos también creía en la reencarnación, que sólo fue descalificada por errónea en el siglo VII, después que el emperador Justiniano la considerara una creencia políticamente peligrosa e impusiera la condena de dicha doctrina en el Concilio de Constantinopla.

La metempsicosis –ciclo de transmigracíón de las almas que incluye vidas animales y plantas–, es muy común en Oriente, pero no en Occidente, donde quienes la defendieron, como Pitágoras, fueron objeto de burla y escarnio. Sin embargo, esta doctrina también aparece La república de Platón. A su vez, en el antiguo Egipto se creía que si era cierto que «viviremos para siempre», también debía ser verdad que «siempre hemos vivido», pasando por infinidad de existencias «y no sólo en este mundo».

Como podemos ver, el misterioso legado revelado con carácter universal a culturas de la más remota antigüedad constituye una respuesta a las tres preguntas fundamentales que se han hecho los seres humanos desde siempre: ¿de dónde venimos?, ¿para qué existimos? y ¿adónde vamos?

Y es curioso que nuestra ciencia moderna coincida con los puntos más importantes de este magisterio. Por ejemplo, el principio antrópico sostiene que el Universo ha evolucionado de la única forma posible para que exista el hombre, algo compatible con una Creación cuyo propósito es éste. A su vez, el principio cosmológico sostiene que el Universo influye como un todo en cada una de sus partes, con lo que viene a afirmar que «todo parte del Uno» y que dicho «Uno está presente en todo», uno de los principios fundamentales de la filosofía hermética.

¿Quién reveló estas verdades eternas a todas las culturas? ¿Quién se ha encargado de volver a revelarlas una y otra vez en los más diversos lenguajes –incluyendo el científico de nuestra actual civilización–, a través de los milenios? ¿Están inscritas en el corazón humano y emergen cuando nos interrogamos sobre el sentido del mundo, el misterio de la vida y el significado último de la existencia? Para unos, estas verdades son las respuestas que Dios integró en el diseño de su Creación y podemos alcanzarlas intuitivamente para darle sentido a nuestra aventura cósmica. Para otros, estaríamos condicionados por nuestra propia configuración para atribuirle al Universo un sentido humano.

FUENTE: AKASICO.COM

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