viernes, 12 de julio de 2013

ArqueoAstronomía


Arqueoastronomía es el nombre que en los últimos años se ha dado a todo un conjunto de disciplinas que tratan sobre el papel del cielo en las culturas de la antigüedad.

En el Nuevo Mundo, los arqueoastrónomos han estudiado principalmente como las civilizaciones prehispánicas de América Central vieron el cielo, y, en particular, la preocupación de los mayas por ello, con un calendario que incluía complejos ciclos entrelazados, algunos de ellos basados en sus observaciones de los planetas. Tales arqueoastrónomos tienen abundantes evidencias a su disposición: la orientación de los edificios, inscripciones en piedra, un puñado de códices que sobrevivieron a la conquista, e, incluso, entrevistas con los descendientes de los pueblos estudiados.

En Europa, los arqueoastrónomos se han concentrado en el estudio de los monumentos prehistóricos -especialmente tumbas y santuarios- para ver si se pueden descubrir pruebas acerca del interés por el cielo de sus constructores.

Para la mayoría, estas pruebas, si existen, se hallan en la orientación de los monumentos. Este tipo de arqueoastronomía remonta la historia de la astronomía hasta la prehistoria, al igual que la arqueología lleva hasta dicho tiempo a la historia social.

No todos los arqueólogos han dado la bienvenida a este nuevo tipo de aproximación, y es fácil comprender por qué. Muchos arqueólogos tienen un historial basado en el estudio de humanidades, mientras que la naturaleza de la arqueoastronomía es astronómica y estadística.

Así, el que el eje del famoso monumento de Stonehenge en Inglaterra esté orientado hacia la salida del Sol en el Solsticio de Verano (21 de junio), pudo deberse tanto a la casualidad, como a la intencionalidad de sus constructores, no siendo fácil decidir entre ambas alternativas. En la dirección opuesta, el eje del monumento encara la puesta de Sol en el Solsticio de Invierno (21 de diciembre), y, sin embargo, esto no supone ninguna evidencia adicional de una motivación astronómica por parte de sus constructores, sino la misma prueba presentada en diferente forma. Los argumentos sobre Stonehenge rápidamente degeneran en disputas técnicas sobre estadísticas, discusiones que la mayoría de arqueólogos no suelen poder comprender.


Sin embargo, saben bien cuando un arqueoastrónomo cataloga equivocadamente, como a veces pasa, de forma conjunta monumentos que pertenecen a diferentes culturas y períodos. 

Y, por supuesto, también saben cuando la vena lunática de la arqueoastronomía enuncia absurdas hipótesis, como sucede a menudo.
Como resultado de esto ha habido, hasta hace poco, un abismo entre arqueólogos, con una preparación tradicional, y arqueoastrónomos, con una educación basada en los conocimientos astronómicos. 

Este abismo es más lamentable en aquellos arqueólogos que correctamente enfocan las costumbres funerarias como reflejo parcial de las actividades más solemnes propias de una cultura, dado que una costumbre en la orientación de las tumbas, si existe, es una de esas costumbres, que la mayoría de los arqueólogos suelen descuidar en sus estudios.


Además, la orientación es una dirección, y ésta es medible en ángulos, es decir, en números. Una costumbre en la orientación es una costumbre poco usual, quizás única, dado que es una costumbre funeraria cuantificable.

Como resultado, es fácil decidir si una costumbre de la Cultura A es la misma, similar a, o bastante diferente de una costumbre propia de la Cultura B, y esto puede proporcionar unos indicios valiosos sobre las relaciones entre ambas.

Afortunadamente, está empezando a ser cada día más común que trabajen en equipo arqueoastrónomos y arqueólogos, para su mutuo beneficio. En particular, la técnica de medición de orientaciones puede fácilmente ser enseñada en aire libre (o en una conferencia) en una hora. Pero la tarea debe ser llevada a cabo de forma competente: muchos mapas de yacimientos arqueológicos tienen flechas marcando el Norte de forma incorrecta.

Supongamos que estamos estudiando una tumba que tiene una entrada y un eje de simetría. En este caso se podrá decir que la tumba está orientada en una cierta dirección (que nosotros diremos que será preferentemente aquella de la vista desde el interior hacia afuera, mejor que al revés). A lo largo de este eje emplazaremos dos polos, usualmente uno en la mitad de la piedra de detrás y el otro en medio de la entrada, y trataremos de medir la orientación de la tumba, que es la dirección desde el primer polo hasta el segundo. Los ángulos se deberán medir en azimuth, en el sentido de las agujas del reloj desde el Norte geográfico (el Norte en sí mismo tendría un azimuth 00 , el Este tiene un azimuth de 900, y así sucesivamente).

La primera cuestión que surge es la duda entre usar un teodolito o una brújula magnética. El teodolito es un instrumento muy exacto, por lo que es apropiado si el monumento ha sido construido con gran precisión -como por ejemplo, un templo griego-. El método de uso con él descansa sobre el hecho de que sabemos la dirección del Sol en cada momento a lo largo del año, y en que tablas con esas direcciones se publican anualmente. El teodolito se sitúa en línea con los dos polos, y mide la diferencia entre la dirección del Sol y la orientación de la tumba. Dado que con las tablas sabemos la dirección real del Sol en el momento de la observación, podremos hallar la orientación de la tumba por adición o sustracción. Obviamente, en ausencia del Sol, no podremos usar un teodolito, así como si el terreno es muy desigual, puede ser muy difícil el transportar el mismo hasta el yacimiento y emplazarlo en línea con los dos polos. Si, además, la tumba fue construída de manera pobre o está tan mal preservada que la posición exacta del eje esté mal definida, puede incluso no ser conveniente el intentar usar el teodolito.

Una brújula magnética mide la diferencia entre la orientación de la tumba y el Norte magnético (no con respecto al geográfico), y lo hará tanto en un día soleado como en uno lluvioso. Para convertir estas medidas de la brújula en azimuths, necesitamos saber la diferencia entre el norte geográfico y el magnético, que, por desgracia, cambia de lugar en lugar y también de año en año.

En la actualidad, en España, el Norte magnético se encuentra a unos pocos grados al Oeste del Norte geográfico, y hay que descubrir -por ejemplo, mediante la información de los planos de la Cartografía Militar- las diferencias para cada región y para cada momento del año en que se está trabajando.

Desafortunadamente, puede suceder a veces que la roca de la región sea ígnea y aparezca alguna anomalía magnética que afecte a esta diferencia. En este caso, la consulta a un geólogo debe ser solicitada siempre, porque aunque las anomalías significativas suelen ser poco habituales, cuando ocurren pueden crear problemas serios a los usuarios de la brújula.

Si sospechamos que el motivo para la orientación fue astronómico, deberemos entonces medir también la altitud angular de la línea del horizonte en el dirección de la orientación, es decir, a cuantos grados sobre el horizonte se encuentra la cima de la colina o montaña hacia la que la tumba se orienta. Esto es porque el Sol, la Luna y las estrellas no salen o se ponen de manera vertical, sino que lo hacen siguiendo una trayectoria inclinada.

Supongamos, por ejemplo, que sospechamos que una tumba en Andalucía, que fue construida en el tercer milenio a.C., se orienta hacia la salida del Sol en el Solsticio de Invierno. En esa latitud y en esa época, el Sol salía ese día con un azimuth de 120 0 siempre que no hubiera una colina o una montaña de por medio en esa dirección.

Pero si el horizonte en esa dirección hubiera sido montañoso, y las cimas se alzaran unos 50, entonces el Sol debía ascender 50 verticalmente antes de que pudiera ser visto desde la tumba, mientras seguía con su movimiento hacia el Sur.

Un simple cálculo demuestra que el Sol se habría movido 50 hacia el sur antes de salir tras la montaña. El azimuth del eje de la tumba en este caso sería, por lo tanto, no de 120 0, sino de 120 0 más 50 , es decir 1250. Ésta es una diferencia considerable, igual a diez veces el diámetro del Sol.

Cuando hemos medido las orientaciones de tantas tumbas como sea posible de una cultura concreta en una región determinada, podemos preguntarnos si tenemos pruebas de que sus constructores siguieron una costumbre en la orientación de las mismas.

Cuando ellos se levantaban una mañana y se planteaban la construcción de una tumba, ¿había algunas orientaciones permitidas y otras que no lo eran?. Casi siempre hallamos que la respuesta es afirmativa, y vemos que el conjunto de orientaciones de las tumbas giran en torno a ciertos azimuths, o series de los mismos, y que otros casos son raros, o inexistentes.

Un buen ejemplo de este razonamiento nos lo proporciona mi propia experiencia estudiando las tumbas de Menorca de la Edad del Bronce conocidas como Navetas.

Un año tuve la oportunidad de medir las orientaciones de siete de ellas, y descubrí que todas yacían dentro de un mismo cuadrante -un cuarto de círculo- (si bien no es relevante para el propósito de este artículo decir de que cuarto se trataba).

Esto era significativo en sí mismo, dado que se pudiera haber esperado siete orientaciones más dispersas si hubieran sido elegidas al azar. Un año más tarde visité las restantes once navetas conocidas, y cada vez que mi colega y yo nos aproximábamos a una nueva, nos preguntábamos si estaría orientada dentro del mismo cuadrante que las anteriores.

Dado que hay cuatro cuadrantes en un círculo, las probabilidades de que la primera naveta estuviera orientará dentro del mismo cuadrante que las otras puramente por azar eran de uno a cuatro. Sin embargo, esa era su orientación. La segunda naveta también se orientaba hacia el mismo cuadrante, y las posibilidades de que ambas estuvieran orientadas hacia el mismo cuadrante por azar multiplicadas por uno a cuatro se convertían en sólo de uno a dieciséis. La tercera naveta también se orientaba hacia el mismo cuadrante (con lo que la probabilidad de que la coincidencia fuera debida al azar descendía hasta sólo una entre sesenta y cuatro), y así sucesivamente hasta la decimoprimera.

Por tanto, las posibilidades de que la orientación fuera fruto de la mera casualidad, eran sólo de una entre muchos millones, por lo que podemos estar bastante seguros de que los constructores de navetas seguían una cierta costumbre cuando escogían las orientaciones de esas tumbas.

Las orientaciones individuales, medidas con competencia, son hechos concretos, por lo que cualquier persona que cuestione los datos puede volver al yacimiento y medir de nuevo las orientaciones. El hecho de que las orientaciones no sean fruto del azar -el que sus constructores siguieran unas costumbres- normalmente constituye una certeza matemática.

Pero cuando pensamos en las posibles razones para dichas costumbres, nos movemos en el reino de las hipótesis, y dejamos atrás las certezas.

Podemos imaginarnos muchos tipos de razones para tales costumbres (y sin duda muchas de esas razones son posiblemente impensables en nuestras mentes modernas). Las orientaciones podían haber estado condicionadas por el clima -las tumbas se encaran hacia el calor del sol, o para evitar determinados vientos-. Las tumbas podrían haber estado orientadas hacia una legendaria tierra de procedencia, o bien hacia una montaña sagrada, o quizás a una tumba de prestigio de especial significado. Todas estas posibilidades deben ser tomadas en consideración, y sólo si hay razones

para rechazarlas, nos sería permitido concluir que la motivación al construirlas fue astronómica.

Un buen ejemplo de motivación astronómica, del que fuimos testigos, lo encontramos en una zona al sur de Salamanca, donde tuvimos la oportunidadde medir seis tumbas dispersas en una región llana, las cuales, sin excepción, se encaraban dentro de un arco de sólo ocho grados. Parece imposible imaginar como tal repetición pudo conseguirse al azar, excepto si pensamos en la observación del cielo.

Si tenemos buenas razones para creer que la costumbre en la construcción de tumbas estuvo basada en la astronomía, debemos considerar diversas posibilidades. Para ayudarnos a decidirnos entre ellas, necesitamos primero entender la aparición de los cuerpos celestiales en la antigüedad. El Sol entonces salía y se ponía de forma muy parecida a como lo hace hoy en día, aunque las variaciones de los lugares de salida y puesta del Sol en el horizonte eran más amplios que actualmente.

Como ahora, la Luna salía (y se ponía) cada mes con unas variaciones en el lugar de salida y puesta, similares, pero no idénticas, a las del Sol. La Luna tenía, como en la actualidad, un ciclo de 18,6 años. Durante nueve años, la Luna salía y se ponía cada mes en el horizonte con unas variaciones algo menores que las del Sol, mientras que durante los siguientes nueve años las variaciones eran algo más grande. A mediados de este segundo ciclo de nueve años, la variación en el lugar de la salida de la Luna era el más grande posible: cada mes la Luna salía y se ponía más al norte y más al sur que durante toda una generación, y es posible que esas salidas extremas fueran significativas para los constructores de tumbas.

Actualmente, ese lugar de salida es conocido como el "sitio de la mayor detención de la Luna" (Lunar Standstills), un término escogido a semejanza del de Solsticio (que viene a significar sitio en que el Sol se detiene).

Las estrellas, sin embargo, son menos sencillas de interpretar. Ellas, ciertamente, son libres de moverse a nivel individual (con su movimiento propio), pero dada su enorme lejanía, esos movimientos son muy pequeños desde la Tierra, y raramente tienen importancia para los arqueastrónomos, ni siquiera en períodos de miles de años.

No obstante, el marco completo del cielo estrellado ha cambiado considerablemente desde la antigüedad. Esto es debido a que la tierra no es una esfera perfecta, sino que esta algo achatada por los polos, por lo que la atracción gravitacional del Sol y de la Luna causan que el eje de la tierra se tambalee como si del trompo de juguete de un niño se tratara.

La posición del Polo Norte Celeste ha variado sensiblemente desde la antigüedad. Así, hasta hace sólo tres mil años, la Cruz del Sur era visible desde las Baleares. Afortunadamente para los arqueoastrónomos, las posiciones en otros tiempos de todas las estrellas más brillantes están comodamente disponibles en un catálogo publicado por el Center for Astrophysics, en los EE.UU..

Una vez hemos reunido todas las pruebas y sabemos como aparecían los cuerpos celeste en el tiempo en que nuestras tumbas a estudiar fueron construídas, nos aproximamos a la dificultosa tarea de la interpretación.

Para decidirse entre hipótesis alternativas podemos llegar a tener que usar la Navaja de Ockham, principio así llamado en honor del filósofo inglés del siglo XIV, que nos indica que si dos hipótesis nos informan igualmente bien acerca de las evidencias, habremos de optar por la más sencilla.

Por ejemplo, en Creta, en el pueblo de Armenoi al sur del puerto de Rhethymnon, se encuentra un cementerio del período minoico tardío con unas trescientas tumbas. Éstas no están en la superficie sino que sus pasillos de entrada ("dromos" en griego) y sus cámaras están talladas en la roca. Cuando se abandonó el cementerio, la tierra y la hojarasca cubrieron los pasillos de entrada, por lo que las tumbas y su contenido se preservaron intactos hasta nuestros días. Como las paredes de los pasillos son rectas

paralelas que están aún en perfecto estado, se pueden medir las orientaciones de las tumbas con una exactitud inusual, mejor que un grado. Hasta ahora más de 224 tumbas han sido excavadas, proporcionándonos un conjunto de datos que es probablemente único tanto en cantidad como en calidad. Sorprendentemente, cada tumba individual está orientada hacia más o menos el Este, hacia algún punto entre el Noreste y el Sudeste. La franja de variaciones en la orientación es virtualmente idéntica a la variación anual de los lugares de salida de la Luna, y por lo tanto ligeramente más amplia que la variación de los lugares de salida del Sol. Es tentador concluir diciendo que las tumbas fueron construidas con una orientación que se correspondía con la de la salida del Sol o de la Luna el día que empezaba su construcción (dicha práctica de orientación hacia la salida del Sol nos es familiar por los registros históricos sobre la construcción de iglesias en Inglaterra).

Consideremos primero la posibilidad de que estén orientadas hacia algún punto que señale la salida del Sol. La posición del lugar de salida del Sol sobre el horizonte cambia rápidamente en primavera y otoño (cuando sale más cerca del Este, en el equinoccio), y más lentamente cuando se acerca el Solsticio de verano o el de Invierno. Por lo tanto, era lógico suponer que la mayoría de las tumbas estarían orientadas hacia algún punto cerca del lugar donde se produce la salida del Sol durante los Solsticios, y que serían relativamente pocas las orientadas hacia el Este. Pero de hecho éste no fue el caso.

Para explicar porque las evidencias no fueron las que cabría esperar, tuvimos que realizar una segunda suposición: quizá a causa de que los veranos fueran demasiado calidos y los inviernos demasiado fríos, los constructores de tumbas normalmente iniciaban su trabajo en primavera u otoño, y no en verano o invierno. Por razones similares, aceptamos la misma suposición para la hipótesis de que cada tumba se orientó hacia el lugar de la salida de la Luna el día en que las obras se iniciaban.

Si, en cambio, nos limitamos a suponer tan sólo que los constructores simplemente cumplían la función de planear tumbas en cualquier dirección hacia la salida del Sol o de la Luna, la hipótesis es suficiente para explicar los datos, por lo que, según el principio de la navaja de Ockham, ésta sería la hipótesis preferida frente a las dos suposiciones anteriores más complicadas.

Dado que la actual variación de orientaciones de las tumbas es casi idéntica con la de la salida de la Luna, ésta puede ser la explicación que finalmente adoptamos.

Este ejemplo, usando datos únicos en cantidad y calidad, quizás ha resultado más complejo de lo que el lector pudiera haber esperado. No obstante, sirve para remarcar la diferencia que un arqueoastrónomo debe tener siempre en la mente entre, por un lado, el conjunto de las pruebas de la orientación y de la existencia de costumbres subyacentes, y, por otro lado, las interpretaciones especulativas de los motivos que subyacen a dichas costumbres.

Por Michael Hoskin

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