Hace unas semanas el mundo se conmocionó por la destitución de David Petraeus como director de la CIA, siendo el motivo de su cese dos episodios de infidelidad marital: uno de ellos con Paula Broadwell, quien tenía contacto frecuente con el militar por estar escribiendo su biografía, y el segundo con Jill Kelley, quien de alguna manera reveló el affaire al buscar ayuda en el FBI por las amenazas que había recibido por parte de Broadwell.

El hecho, por supuesto, no es menor, y admite numerosas lecturas. Una de ellas, casi desde la óptica literaria, podría referirse a la fragilidad que el poder adquiere cuando se involucra con las pasiones humanas: cómo basta un instante de debilidad (¿pero es debilidad aceptar lo que realmente somos y rendirnos ante esas potencias?) para que todo lo construido social y civilizadamente se derrumbe.

Sin embargo, quizá con mayor seriedad o actualidad, el incidente también puso de manifiesto la visibilidad cada vez más creciente que tienen nuestras acciones personales en el ámbito público, la facilidad con que los gobiernos nacionales —pero también cualquiera con los recursos adecuados— pueden rastrear lo que un individuo común hace y deja de hacer, los lugares que visita y frecuenta, las relaciones que establece en su cotidianeidad. ¿Cómo? Utilizando tarjetas de crédito, perteneciendo al mundo digital a través del correo electrónico y las redes sociales, y otros recursos que si bien, en el discurso positivo, nos dicen que nos mantienen conectados con el mundo, también poseen una cara oscura desde donde entidades de propósitos poco claros trabajan para aprovechar en su beneficio dicha información, datos que acaso ingenuamente vaciamos todos los días en ese contacto desinteresado y aparentemente inocente.

Kevin Kelly, fundador de la revista Wired, escribe, glosando el affaire Petraeus:

Esta debacle confirma algo sobre los cual expertos en privacidad han estado alertando desde hace años: la vigilancia del gobierno en ciudadanos ordinarios es ahora más barata y sencilla que nunca. Sin necesidad de acudir antes con un juez, el gobierno puede reunir vastas cantidades de información sobre nosotros con el mínimo gasto de fuerza humana. Solíamos contar con una cierta cantidad de protección privada simplemente porque invadir nuestra privacidad era trabajo duro. Ese ya no es el caso. Nuestras vidas siempre encendidas, conectadas a Internet, activadas por medio del teléfono, son una puerta abierta al Big Brother.


Fuente:  http://pijamasurf.com/2012/11/el-fin-del-anonimato-y-la-privacidad-vigilarnos-y-recolectar-informacion-personal-es-mas-barato-y-facil-que-nunca/